
Como ocurre en los hoteles, y más cuando se trata de una estancia inopinada y de emergencia, la habitación no sugería ninguna diferencia con la suya; apenas nada se había impregnado de la presencia de una mujer. Luisa no había deshecho la maleta, había tomado lo justo y, para el aseo, se servía de los jabones y perfumes facilitados por el hotel; todo parecía igual salvo un borroso e indefinible perfume. Había que ser muy despistado y poco observador para pasar por alto que Luisa se había soltado el pelo y dejaba caer sobre los hombros una hermosa melena que delineaba el óvalo de su rostro; además, con el aire que da la intimidad de la pieza, se había quitado la chaqueta y lucía una blusa blanca a la que había desabrochado el botón del escote justo para dejar al descubierto el nacimiento de los senos.
Naturalmente, los cambios operados no pasaron desapercibidos al piloto. No te precipites, se dijo, pero tampoco te demores demasiado.
—¿Whisky o cambiamos de bebida? —preguntó Luisa.
—Whisky… ¿para qué cambiar? —dijo él.
Luisa sacó unos vasos, hielo y un par de botellines. Puso los vasos sobre la mesa, el hielo en el centro, y destapó los botellines con intención de servir el licor. A propósito, se agachó ostentosamente y el piloto no tuvo reparo en asomarse a su escote. Brindaron de nuevo.
Fue Luisa quien en un rapto de audacia le dijo que no era necesario que pasara calor, que se quitara la chaqueta, y lo ayudó. Se acercó frente a él le desabrochó los botones, con las dos manos separó la pechera y ligeramente metió la pierna derecha entre las del hombre. Él se ahuecó para desembarazarse de la prenda, la arrojó en un vuelo de ave herida y abarcó en un apretado abrazo a la mujer que con tanta decisión había invadido su terreno. Desde ese momento las palabras se apartaron dejando sitio a los actos.
Desde entonces Luisa y el piloto compartieron días y noches en hoteles de media Europa. No podían frecuentar la casa de él por motivos obvios y en la de ella era imposible porque se lo tenían prohibido. Dijo que convivía con su madre y su tía, mujeres antiguas y demasiado estrictas.
El amor se fue haciendo sitio y Luisa disfrutaba, se sentía enamorada de nuevo, al fin y al cabo, con esa relación le bastaba; hasta cierto punto tenía su aliciente vivir su vida, y tener a quien amar y sentirse querida. Pero, como se suele decir, cuando el diablo no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas. Manuela se lo había dicho: Este trabajo es de poca satisfacción y de mucha renuncia. No importa el daño que nos puedan hacer a nosotras, contamos con ello, pero, ay, si nos embarcamos en compromisos, nos atacarán por ahí y será muy doloroso. ¿Y tú cómo te las arreglas?, le preguntó Luisa una noche de confidencias. Me limito a tener una vida privada lo más discreta posible, a no embarcarme en parejas, matrimonio, hijos… A Luisa le pareció muy dura la perspectiva, pero Manuela era su tabla de salvación. El golpe había sido muy duro y aquello garantizaba un sueldo y una vida con la cabeza ocupada. Y eso, el diablo no pudo estar quieto.
Una noche, Luisa, que estaba entrenada para detectar los cambios de humor en las personas, descubrió que el piloto andaba caviloso y distraído. Le preguntó si le pasaba algo, si tenía alguna preocupación. Al principio él no quiso estropear el encuentro, pero tal era la zozobra que Luisa no tuvo más remedio que decirle:
—A ti te pasa algo; será mejor que me lo digas, a lo mejor te puedo ayudar.
—No, nada importante, creo; una impresión, mi mujer…
El sentido, la deformación profesional, pusieron a Luisa en guardia.
—El asunto parece inocuo, o no tanto como verás —prosiguió el piloto—, pero mi mujer está obsesionada y, claro, me afecta. Te cuento. Hace unos días, Elena estaba en el parque con Julita, la pequeña, ya sabes. Julita, la pequeña, tenía cuatro años, casi cinco, y había nacido al inicio de sus relaciones, las de Luisa y el piloto.
»Pues eso, que Julita jugaba en los columpios y Elena estaba sentada en un banco con la bicicleta, el agua y la merienda, cuando una señora de mediana edad, elegante, se sentó a su lado. Inició una conversación insustancial: los niños, el tiempo, en fin, nada de importancia. Se acercó Julita a beber agua y pidió la merienda. La señora hizo los cumplidos correspondientes y cuando la niña regresó a sus juegos, la señora ponderó sus virtudes: Qué linda, qué vigor, qué salud; da gusto verlos así, dijo. Y añadió: Cuídela bien, qué solas quedarían si su marido tuviera un accidente, allá arriba —miró al cielo— y de pronto ¡Plaf! Me dan escalofríos sólo de pensarlo. Y usted, ¿Por qué sabe…?, Elena no sabía por dónde la venía esa terrorífica advertencia. Porque yo sé muchas cosas —dijo la mujer—. Piense en lo que le digo. Y dicho esto, se fue. Naturalmente, Elena me lo refirió. Se lo noté nada más llegar: no es mujer que oculte sus preocupaciones. No para de preguntarse a qué venía eso. Y en todo caso es de muy mal gusto hablar así a una desconocida, aunque no tanto, y eso es lo que más me inquieta, me dijo. Eso es lo que me ocurre: Elena me ha pegado su inquietud y ahora no paro de pensar en ello ¿Cómo lo ves?
Luisa, al ser interpelada, se vio obligada a dar una respuesta. Además, quería, necesitaba tranquilizarlo, pero no se engañaba, el objetivo era ella.
No cabía duda: la vigilaban, conocían su relación, sus andanzas, y, en el mejor de los casos, le mandaban una advertencia. El asunto era saber si era fuego contrario o fuego amigo; si se trataba de un aviso o una amenaza, en cualquier caso, tuvo meridianamente claro que su relación con el piloto sería perjudicial para él, que en todo caso tenía que cortarla, sufrir y hacer daño, desaparecer sin dar explicaciones.
¿Me puedo fiar de Manuela?, pensó. Habrá que arriesgarse.
Al piloto le dijo que en principio no le diera demasiada importancia. Hay mucha gente muy loca y entrometida que sabe de nosotros cosas que no nos podemos imaginar; posiblemente esa señora es de las que ven demasiada televisión y sólo miran el lado malo de la vida. Hay mucha gente así. Tú llevas una vida muy particular, pero si vieras el marujeo que nos traemos con eso de los potingues… Yo no me preocuparía, y tranquiliza a Elena, mi rival, pero esa es otra historia, dijo sonriendo y abrazándolo con intención de animarlo.
Salió Luisa antes y él se quedó en el hotel. Anduvo sin rumbo y descuidada, despreciando el peligro y facilitando el trabajo a sus vigilantes. Buscó un bar tranquilo donde al menos estuviera libre de miradas y pidió una copa sin importarle la hora y lo poco usual; quería llamar la atención, comunicar a su vigilante, si es que alguien la seguía, que habían dado en el clavo, que se centraran en ella y se olvidaran de él. Pensó en las últimas misiones, en la que ahora trabajaba, para entender de dónde podía venir la amenaza o el aviso, en todo caso tenía que avisar a Manuela para tomar medidas.
Tomaba la copa con parsimonia y pensaba en lo duro de la renuncia, en que además no podía liarse la manta a la cabeza y decirle: Mira, es por esto. Pero ya estoy harta, me voy. Me voy al otro lado del mundo, tú ven cuando quieras, donde no nos conozcan ni nos persigan, ya se cansarán. Pero eso no era posible. Todo lo tenía que resolver ella sola y mal, no se podían minimizar los daños: ella, destrozada y en la picota, y él, confuso, engañado, abandonado sin razón alguna que lo justificara. Se consoló pensando que él, al fin y al cabo, regresaría a una vida que no le era hostil, pero ¿Y yo? ¿Y yo qué?
¿Hablar con él? ¿Explicárselo? ¿Pero qué explicar? Desaparecer, hacer daño. Si no le decía nada, la buscaría, se alarmaría, ¿quién sabe hasta dónde llegaría? Podría decir: Se ha ido, se acabó, es una pena, pero me tendré que acostumbrar a su ausencia. Pero nada es fácil; menos, tomarse las cosas de ese modo, vivirlo como el final de una aventura. Y no había sido —no era— una aventura. ¿Qué decirle?: No nos veremos más, ya no te quiero; he conocido a otro, no insistas, todo se acabó, ya lo sabes. Pero no se lo dijo porque no era verdad, aunque sabía, de eso no había duda, que la amenaza era seria, que el mensaje era para ella
¿Quién? ¿Por qué? El por qué ya lo sabía; la suya era una profesión de riesgo, llena de enemigos preparados y listos para hacer daño.
Con el piloto se había instalado en un oasis de paz y tranquilidad, hasta cierto punto. Se había permitido vivir el amor y se sentía más mujer, más humana; y no quería renunciar a esa parte tan importante de su vida. Pero no podía jugar con fuego, sabía que quien la avisaba no jugaba de farol. No ignoraba lo peligroso que era ir dejando cadáveres por el camino. Tienes la sensación de no ser descubierta, pero la gente ata cabos, saca conclusiones. Pensó en el aviso. Era lógico, en su mundo había gente muy peligrosa, ellos mismos, y algo peor, la gente a la que pagaban para los trabajos sucios.
Y así no dejaba de pensar en el origen de la advertencia. De las misiones que había realizado, la actual, sin duda, era la más peligrosa: los presuntos implicados, como tenían demostrado, no dudaban en matar, por lo cual había que tomarse muy en serio la charla de la señora elegante con Elena.
***
Se lo habían comunicado con solemnidad, para no quitarle importancia al asunto. La convocó Manuela y la condujo al despacho del jefe principal. Además de ellas, a la reunión asistieron el mencionado jefe, un subsecretario y un ministro. En el despacho, imponían la pesadez de los muebles, la severidad del papel pintado, de un verde demasiado oscuro y, por más que el jefe había intentado dar un toque personal, había elegido algunos paisajes, pero el recinto, con sus banderas y retratos, no había perdido el olor fúnebre del régimen predecesor. Tomó la palabra el jefe después de pedir la venia con un leve movimiento de cabeza, que fue correspondido por sus superiores. Le dijo, dirigiéndose a Luisa, que se podía hacer idea de la importancia de su cometido y del indiscutible peligro que iba a correr. Sabemos que hay una operación en marcha, pero sólo eso; sospechamos de algunos elementos notables, pero eso es todo: conjeturas, sospechas, nada más. Necesitamos un relato, una relación de personas, saber si hay un programa, una estrategia, unas fechas; en definitiva: saber quiénes son los actores y si tienen un plan más o menos perfilado. Manuela dijo que necesitaría ayuda; Luisa no dijo ni palabra hasta que le preguntaron si se sentía capaz; dijo que sí. Dijeron que no se fiaban de nadie, que eran conscientes de las limitaciones, pero era imprescindible adelantarse a sus posibles intenciones. Y también abundaron en lo innecesario: Ya saben ustedes cómo funciona esto, dijo el ministro, cualquier dato, esbozo, indicio, por aislado que parezca, nos vale. El ministro y el subsecretario miraban a Luisa con una mezcla de estupor y esperanza; era demasiado evidente que sólo contaban con aquel asidero, una mujer joven de poco más de treinta años, intuitiva y astuta, según las recomendaciones de Manuela. Se desearon suerte y dijeron que Manuela la pondría al corriente sobre el modus operandi.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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