Aquello sí que fue una novedad para mí: era la primera vez que tomaba el té y lo hacía con toda la pompa y tradición británicas. El problema era que no sabía cómo servir de la tetera, si tomar leche o no, en qué proporción; y el azúcar. Cuántas pastas debía comer para no aparentar glotonería o desprecio; en mi mundo no preocupaba la etiqueta, pero en ese momento no quería quedar mal ante los ojos de nadie ni avergonzar a mi jefe. Con apuro, como si me estuvieran mirando, vertí el té. Tuve cuidado de no elevar demasiado la tetera ni pegarla a la taza. Ciertamente sentí una emoción cercana al placer al oír el leve caer del chorrillo. Dejé espacio para la leche, pero nuevamente me asaltó la duda: si nunca había probado el té, ¿por qué iba a perder la ocasión adulterando el sabor con la leche? Al fin y al cabo, estás solo y puedes hacer lo que quieras, me dije. Así que me decanté por probarlo solo y luego decidir si le echaba leche o no. Con toda aquella ceremonia, pensé que mejor me hubieran venido un buen bocadillo de jamón y una cerveza, pero por otra parte no estaba de más iniciarse en las costumbres y gustos de la gente fina.
El sabor del té no me dijo nada. Mi madre cocía flores de manzanilla para el dolor de tripa, y esto era una especie de manzanilla con otro sabor. Desde entonces, decididamente, me hice de café; no obstante, algún té que otro tuve que tomar. En cuanto a las pastas, tampoco las había probado pues lo más fino que conocía eran los suizos y los pasteles, y para eso había que estar malo, de bautizo, comunión o boda. También se los llevaban a las madres recién paridas. Eso no quiere decir que mi madre no me comprara, de niño, de vez en cuando, un bollo de tahona o una mejicana. Con las pastas me pasó como con el té, que no me dijeron nada, aunque, junto con la infusión, me tranquilizaron el estómago. La leche ni la probé. Ahora bien, aquella era una experiencia de vida, otro inicio: había probado el té a la inglesa, cosa desconocida para mi familia y para mis amigos. Con estas novedades me pregunté: «¿Qué me tendrá reservado la vida?».
El pequeño refrigerio me pareció un indicio de que tenía espera para rato: aún eran las doce del mediodía y faltaban dos o tres horas para la hora de comer; con suerte saldrían al cabo de una. Pero eso no ocurrió. Dio la una, dieron las dos, las tres, las cuatro, y yo solo, abandonado y hambriento. Para colmo, la camarera había retirado el servicio y, con una conmiseración que no entendí, me sonrió: de haberlo sabido, habría hecho acopio de pastas. A las cinco en punto, aparecieron los tres personajes. Don León me dio una voluminosa carpeta para que la guardara en la cartera y me dijo que nos íbamos. Me despedí de Mr. High y Mr. Warren y me desearon suerte. Don León me dijo que lo esperara junto al coche. Salí andando, pero, sin pretenderlo, vi con el rabillo del ojo que mi jefe y los ingleses se despedían con gran ceremonia al tiempo que con las manos hacían movimientos rápidos, como señales, apenas perceptibles. El portero abrió la puerta y nos dijimos adiós. Me fui al lado del coche. Don León no tardó, abrió, nos sentamos, puso el coche en marcha y salimos a la calle y al tráfico.
—¿Te has aburrido? ¿Tienes hambre? Estos jodidos ingleses… —dijo don León, todo seguido— Anda, vamos a echar un bocado.
Me explicó que la casa era la sede una sociedad filantrópica británica que promovía y becaba el intercambio de estudiantes, y la investigación en materias como la historia, la lengua y la literatura de ambos países; él era su asesor legal.
—A esta hora están cerrados los restaurantes; habrá que ir a una tasca o a una venta —dijo.
Condujo hasta la Puerta de Toledo, que ya había visto a la ida, y por la calle del mismo nombre fue a parar al pie de un arco al que se ascendía por unas escaleras.
—Ahí está la Plaza Mayor —me dijo—; alrededor hay buenas tascas. Comeremos unos bocadillos, si te parece.
A mí qué me iba a parecer; lo único que quería era echar algo a la boca con que apaciguar el hambre. Giró a la derecha y allí mismo, al principio de la calle, aparcó el coche. Anduvimos por una calleja hasta llegar a una taberna que, a través de un ventanal que hacía de escaparate, había una montaña de calamares fritos. Dentro, la gente daba cuenta de bocadillos y cervezas, tiradas desde un grifo, en vasos que llamaban cañas. Don León pidió bocadillos y cañas para los dos. La taberna, como tantas que vi luego en Madrid, era estrecha y larga, con mesitas de mármol adosadas a la pared derecha; la barra a la izquierda, y al fondo el retrete y la trastienda. Ocupamos la única mesa libre. Don León comía con extremada pulcritud. Sujetaba el bocadillo con los dedos pulgar y corazón, y mordía con tal precisión que cortaba las anillas del cefalópodo sin que le salieran enteras como si fueran chicle. Bebía la cerveza con ligeros sorbos sin aparentar sed. Con una pequeña servilleta de papel, de las que había en la taberna, se limpiaba los labios cada vez que iba a beber. El papel o los papeles desaparecían o los depositaba encima de la mesa sin que pareciera que los hubiera usado. Yo, por mi parte, di cuenta de mi bocadillo como dios me dio a entender, aunque conseguí no sufrir accidente alguno. La cerveza, eso sí, fresca y apetitosa, me la bebí de dos tragos. Don León pidió otras dos.
—¿Qué te parece? —me dijo.
—¿El qué? —contesté sin dar por hecho que me preguntaba por la tasca.
—El bocadillo, hombre, qué va a ser. Bocadillos de calamares, ricos y socorridos, imprescindibles para pasar la tarde. Rara era la que no nos dejábamos caer por aquí en mis tiempos de estudiante. No vivía lejos; paraba en una pensión que hay en la calle Fomento, en un primer piso, ocupada por estudiantes y gente de la farándula, así que compaginaba el estudio con la diversión, incluso hice de figurante en una obra de teatro, donde conocí a… Bueno, ya te iré contando.
Me sentía envuelto por un torbellino. Don León me había llevado con él a un lugar extraño, una institución británica para la que trabajaba desde nuestra ciudad, me llevó a comer un bocadillo a una tasca próxima a la Plaza Mayor y se puso a compadrear conmigo hasta el punto que le faltó poco para que se le escapara algo que intuí, algo que no tardé en saber, algo que en una ciudad tan pequeña como la nuestra era de dominio público. Pero el diablo es tan sumamente liante, que me llevó a saber lo que supe de la forma más inesperada.
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