El bufete

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Curioso aquel tiempo en que a un macho y una hembra, aunque el Estado no les concediera la mayoría de edad, la sociedad los consideraba adultos. La mayoría trabajaba desde los catorce años, en el campo mucho antes, y la minoría que se los podía costear recibía estudios superiores. Yo hice ambas cosas: la culpa, o la gracia, fue del amor, la pasión y mi repugnancia hacia los hábitos. Lo que no sabía y me faltaba por aprender es que el tiempo y la distancia favorecen el olvido.

Para cumplir con el plan que me había trazado y no decepcionar a mi padre, cambié de trabajo: del mono, la grasa y el polvo pasé a la camisa blanca y la corbata. Don León Aguirre, abogado, no de pleitos pobres, aunque notable por dinastía, me contrató para que hiciera mitad de botones y mitad de oficial. Hacía recados y actuaba como asistente en lo que se terciara. También sacaba adelante pequeños trabajos de oficina, que fueron aumentando al tiempo que mi experiencia. Yo, por mi parte, era bastante despierto y procuraba aplicarme. A don León le caí bien. Mi resolución de trabajar y continuar los estudios estimulaba su sentimiento paternal: después de quince años de matrimonio, no había tenido hijos ni perspectiva de tenerlos.

Don León Aguirre tenía el bufete en el Principal de una casa de cuatro plantas, propiedad de la familia. El matrimonio vivía en el Primero y en el Segundo, su hermana Herminia, casada con un funcionario de Hacienda. El ático lo ocupaba su hermano Gaspar, fotógrafo semiprofesional y aspirante a playboy de provincias; los padres ocupaban el Principal de una casa también suya, en una calle próxima. Don Eugenio Aguirre, padre de don León, poseía desde tiempo inmemorial una de las plazas de notario de la ciudad; el hijo mayor, del mismo nombre, era registrador de la propiedad. Como se puede suponer, la familia de don León disfrutaba de poder e influencia, y mi madre, orgullosa y contenta, creía que al trabajar para una familia tan influyente algo habría de caer.

A edad tan joven, pronto se hacen nuevos amigos, además de conservar los que están ausentes. A Isabelita la veía en el paseo colgada del brazo de su novio. Cuando nos cruzábamos, cosa que yo a veces buscaba, hacía caso omiso de mi presencia de forma bastante ostentosa y yo no la importunaba con mi saludo, no por discreción sino por despecho. Así, en la calle y en los guateques, tonteaba con muchachas de mi edad. Alguna estudiaba y la mayoría trabajaba y ayudaba a sus madres en las tareas de la casa; de vez en cuando algunos se emparejaban y salían novios. En cuanto a mí, me divertía sin entusiasmo, sumido en la añoranza de Rosa y nuestros encuentros.

Pero en el bufete y en la casa de don León Aguirre se hallaban quienes podían ahondar mi camino de perdición. Por aquella casa, aparte de mi jefe, sólo andaban mujeres: Paqui, la criada, veinticinco años, morena de grandes ojos, en plena explosión de su belleza; Emilita, catorce, hija de doña Herminia, rubia, ojos claros y pecas en la nariz, muy bonita y graciosa, que inopinadamente pasaba por el despacho sin objeto aparente, y que a mí, que ya no era, o eso creía, el imberbe de quince años, no me engañaba, aunque la consideraba una cría y no le hacía caso. Y luego estaba doña Carmen, cuarenta años, famosa por tener una belleza elegante y morena, una mujer que no pasaba desapercibida ni dejaba indiferente a nadie. Doña Carmen, mundana, lista y coqueta, había reparado en mi forma de mirarla, disfrutaba con ello, y me ponía a prueba. Y yo, que había probado el fruto del amor, sin olvidar a Rosa, la convertí en el objeto de mi deseo.

©Alfonso Cebrián Sánchez

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3 respuestas a “El bufete”

  1. En ese tiempo, especialmente los «machos», eran mano de obra muy importante de subsistencia en los hogares de tantas viudas, de hogares de tanta pobreza… Gracias por tu relato, siempre oportuno. Un gran abrazo.

    1. Gracias a ti, querida Isabel. Así fue como ocurrió, y toda aportación, por modesta que fuera, servía para eso, para subsistir. Feliz semana. Un abrazo fuerte.

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