¿Quién era yo para tocarlos?

En contra de lo que una observación superficial y por lo tanto ligera nos hiciera suponer, el primer manuscrito, que Cosme Vidal me pidió que leyera y comentara, estaba impecablemente impreso en hojas de formato A4 con una impresora láser de calidad, perfectamente editado y paginado, escrito con el tipo de letra Times New Roman, que tiene rabitos, aunque no demasiado ostentosos, lo que le da una apariencia moderna y clásica a la vez. Interlineado en 1,5, el cuerpo del texto se ajustaba a los márgenes que resultaban de trazar las diagonales al rectángulo de papel, de modo que el rectángulo resultante era semejante al del papel que lo contenía y enmarcaba. Se lo comenté a Carmela, quien me dijo que menudo tiquismiquis estaba hecho. No, te lo digo porque quien haya hecho esto se ha tomado sus molestias; se adivina un gusto por el diseño y, se lo preguntaré a Cosme, pienso en unas manos hábiles y una mente acostumbrada al detalle y la proporción, y, habida cuenta del empeño por el cuidado y el orden, esa mente pudiera ser la de Soledad, la pelirroja que apareció de pronto y se lo llevó, sin que pudiera saber, porque no me lo dijeron, el tipo de relación que les unía. Porque el hecho de que trajera presto el foulard o bufanda con que protegerle la garganta del frío, lo mismo pudo ser un gesto de esposa o hija, si tenemos en cuenta la edad de ambos; aunque yo me inclino a pensar que sea esposa, amante o relación, como se dice ahora, sobre todo si tenemos en cuenta que una hija hubiera sido condescendiente en el trato y a la vez imperativa, llevada por un pensamiento del tipo: mira qué papeleta, por lo que le ha dado ahora a mi padre, vaya chochez, todo ello modulado por un cariño que no me atrevería a poner en duda, pero en ningún caso hubiera traslucido ese punto de camaradería que se da entre quienes hay amor y comparten cama, que en realidad es lo que me pareció observar. Por eso pienso que es la pelirroja Soledad quien ha pasado a limpio y editado estos papeles. Y eso qué tiene que ver, a qué viene ese guiño, me preguntó Carmela, acaso tú me has visto usar alguna vez una receta de cocina, siguió preguntando, cuando todo lo hago a bulto, a ojo de buen cubero, como Dios me da a entender, usando las cantidades y proporciones que me da mi instinto culinario, pero bueno, te concedo que las mujeres apreciamos mejor la proporción, quizá porque la sentimos y no hace falta que la midamos ni teoricemos. En ese punto me di por vencido y no quise discutir, siendo verdad, además que, con ironía y malicia, me daba la razón.

Como se puede suponer, comencé la lectura con cierto recelo; y digo cierto aun a despecho de lo poco que me gusta rebajar la contundencia de las palabras, como si uno quisiera decirlas o escribirlas y al mismo tiempo no molestar, porque en este caso el recelo era cierto, pero también atenuado por el compromiso adquirido, y la curiosidad. Y ocurrió lo que no me podía imaginar: me topé con una historia bien trabada, amena y divertida. Entonces, después de leerla, me asaltó una nueva duda: si los demás escritos tenían un tenor parecido, ¿Qué pintaba yo? ¿Quién era yo para tocarlos? Y detrás de una duda vino otra, ésta cargada de veneno: ¿Cómo consentir que el primero que llega escriba con esa soltura? ¿Una muestra más del odio y la envidia que se tienen los artistas en la intimidad? El caso es que, y no por asaltarme en el banco, en aquel momento empecé a odiar a Cosme Vidal.

Sobre la imagen: Francis Picabia, Transparence (1927-1931)

©Alfonso Cebrián Sánchez

    

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