Le conozco. Bueno, no a usted en persona, pero lo he reconocido por las fotos. Qué fotos, pensé, y Cosme, como si me hubiera leído el pensamiento, continuó: Sí, claro, qué fotos, se preguntará, aunque no es difícil deducirlo; las de las contraportadas de sus libros, y alguna salida en la prensa; las tengo recortadas, junto con las reseñas y artículos. Le confieso que soy un ferviente admirador suyo, que tengo todos sus libros y los he leído. Por eso al verlo lo he reconocido y, créame, en principio me ha extrañado verlo como a un jubilado cualquiera, sentado en un banco del parque dando de comer a los pájaros. Uno se imagina, permítame la broma, a los escritores inmersos en una vida de lo más mundana, siempre acompañados y enzarzados en animadas tertulias, al menos así creo que se ven ellos mismos, y con muchos ocurre, según me dice mi experiencia, que alguna tengo: hay más escritores perorando en el café que escribiendo en ese modesto y mal iluminado camaranchón donde se les supone.
No pude evitar ponerme en guardia ¡Un admirador! ¿De dónde habría salido? Fotos y artículos de prensa… Ni me acordaba. Algo tenía que decir, aunque sólo fuera para alternar en la conversación, así que fui a lo mío, le pregunté qué le había llevado a mis escritos. La casualidad, me respondió. Y no me sorprendió, qué otra cosa podía ser. Pero fíjese, continuó, los hechos suceden con una lógica implacable; aunque en principio parezca que están sujetos al azar, la necesidad los lleva en direcciones y sentidos marcados. Cuando uno repara en esto que le digo, al final de un episodio o intervalo de su vida, como me ha ocurrido a mí, concluye que, aunque casual, hubo una suerte de fatalidad que me trajo junto a usted, precisamente hoy a esta hora y en este lugar, donde damos de comer a los pájaros. Pero no lo aburro más por hoy. Nos vemos mañana en este mismo sitio.
Se fue, me dejó sin respuesta y con un tema en que pensar, no por desconocido ni pensado, sino por el sentido que parecía darle a lo que llamamos destino y las relaciones causales. Al menos eso fue lo que pensé tras su discurso a falta de la explicación más amplia que me había quedado a deber. También caí en la cuenta de que el tal Cosme Vidal no sólo había intervenido en mi vida, sino que la estaba condicionando con la cita para el día siguiente, tanto más ineludible cuanto mi inasistencia implicaba la renuncia a mi rutina y a mi banco, una invasión intolerable, me dije. Sin reparar en saltos y revoloteos, eché a los pajarillos lo que me quedaba de pan y me levanté cabizbajo y pensativo.
Sobre la imagen: José Gutiérrez Solana. La tertulia del Café de Pombo (1920)
©Alfonso Cebrián Sánchez
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