Era sábado por la tarde cuando me senté con la intención de ver una película. Fuera hacía un día desapacible. Encendí la televisión, busqué, y sin objetivo concreto, encontré en Filmin Tommaso, de Abel Ferrara, con Willem Dafoe como protagonista. Pero no voy a hablar de la película. La tarde estaba desapacible, ya lo he dicho, y por el ventanal de la terraza sólo entraba la luz filtrada por unos nublados que lo único que amenazaban era lluvia. Por la calle había quien andaba, corría o paseaba el perro.
No me resisto a poner en valor ese momento, uno de tantos en los que uno siente la suspensión de la desgana, aunque nada teme salvo los consabidos temores existenciales que nos permitimos tener cuando vivimos en libertad, por muy limitada que nos parezca, temores que para la gente de Ucrania ya no son temores, son realidades concretas y tangibles.
Hay cosas que no se aprecian hasta que se pierden: la paz y la libertad, por ejemplo; también la vida se juega hoy en Ucrania —como en tantos sitios, dirán algunos—, y el grito de «¡No a la guerra!» se ha quedado ambiguo, casi vacío. Así que no me sirve y me parece mezquino mirar alrededor para buscar culpables que acompañen a Putin y sus seguidores para diluir su responsabilidad: no hay razón que justifique una invasión y una matanza. Y siento una enorme pena, compasión y solidaridad por esos ucranianos que están dando la vida por defender ese modo de vida que, como si fuéramos niños memos, tanto nos aburre.
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