
Luisa había estado a punto de casarse cuando era realmente joven. Estudiaba en la Complutense, en la Facultad de Derecho, y su novio se llamaba Ángel Santana; estaban en el mismo curso. Proyectaron poner un bufete, trabajar juntos, casarse, tener hijos. Ángel era natural de Valdepeñas; allí vivían sus padres; acostumbraba a ir al pueblo una vez al mes. Luisa lo acompañaba a veces, y otras aprovechaba para visitar ella también a los suyos en Guadalajara. Aquel fin de semana Ángel iba solo. Conducía un R-8. La carretera estaba tranquila a esa hora de la tarde. Había oscurecido. En una curva, a la altura de La Guardia, un coche que venía de frente invadió el carril izquierdo y chocó con el de Ángel, al que sacó de la carretera y le hizo dar dos vueltas de campana. Ángel murió en el acto y el otro conductor salió con graves heridas; su mujer, que viajaba al lado, quedó parapléjica.
A Luisa no le quedaron ganas de hacer nada, tampoco de acabar la carrera, pero fueron el tesón de sus padres y de Manuela Freire, amiga de la familia y antigua compañera de su padre, quienes la sacaron de la depresión y la animaron a concluir los estudios. Fue Manuela quien la reclutó para la nueva sección que se estaba formando; algo nuevo, arriesgado y poco de fiar para los de arriba, algo que se hizo al margen, fuera de la estructura, con una tapadera con que cubrirse, aunque auspiciado por el jefe, experto en servicios de información. De ese modo fue una de las primeras mujeres que formarían parte del nuevo tinglado, en el que Manuela Freire desempeñaría un papel relevante. La notable y serena presencia de Luisa, el aire de mujer mundana, el dominio del idioma, hicieron que la consideraran la persona idónea para confiarle una misión en París.
Manuela la mandó a París en comisión de servicio. Su misión consistía en contactar mediante un buzón de seguridad con un infiltrado en lo que se llamó Junta Democrática para recibir información de lo que allí se respiraba, los proyectos, los contactos, todo ello por interés directo de la Presidencia del Gobierno.
¿Por qué ella? Pensaron, en realidad fue Manuela, que una mujer se movería más cómoda. La tapadera estaba bien definida. Ella era Teresa Ortiz, representante para España de una marca de cosméticos muy conocida, nada complicado y comprobable. Luisa, por sus conocimientos de idiomas, viajaba para tratar con proveedores, asistir a ferias y trabajar para el negocio.
Luisa desempeñaba el trabajo con dedicación y eficacia, de modo que, con facilidad, se comunicaba con el contacto y presentaba puntualmente diversos informes para el análisis del departamento. Así, con la frecuencia requerida por el trabajo y la tapadera, viajaba de Madrid a París. En uno de estos viajes, una cadena de tormentas desencadenadas en el Atlántico y en los departamentos que circundan París obligó a desviar a Fráncfort el vuelo procedente de Madrid en el que viajaba Luisa. Al pasaje y la tripulación los alojaron en un hotel próximo al aeropuerto.
Una vez en la habitación, Luisa no tenía sueño y le apetecía tomar una copa, no de un botellín de la nevera sino una generosa y bien servida. Bajó al bar. A esa hora estaba desierto y habría permanecido sola todo el tiempo si no hubiera aparecido un hombre de mediana edad, bien parecido, con pelo y barba con incipientes canas. El hombre vestía de manera informal, con ropas caras. Se acodó también en la barra y pidió whisky con hielo. Le sirvió el camarero y el hombre levantó el vaso con ademán de brindar con el único cliente que en ese momento allí estaba. Luisa levantó el vaso y la mirada, y sonrió lo justo, aunque suficiente para que el otro se acercara y se presentara: Ignacio Lamas, dijo, y en cierto modo soy el responsable de que ahora estemos aquí tomando una copa. Luisa enarcó una ceja como preguntando: ¿Cómo? ¿Por qué?, y el hombre dijo:
—Porque soy el piloto del avión que nos ha traído aquí con la tormenta ¿Le ha causado algún contratiempo?
Luisa le contestó que no, salvo tener que hacer noche donde no tenía previsto.
El piloto manifestó su tranquilidad por no haberle causado ningún inconveniente salvo la molestia. Luisa dijo que lo que pudiera tener de molestia quedaba compensado con la novedad sorprendente de tomar una copa en un bar de hotel, a esas horas y en Alemania.
Luisa no había dicho su nombre y el piloto quiso saberlo.
—Ah, perdone. Teresa Ortiz, artículos de belleza —se presentó y tendió la mano.
El piloto se la estrechó con la energía suficiente para infundir el calor y la suavidad necesaria para no dar la sensación de fuerza.
Se hizo un breve silencio que cada cual aprovechó para tomar un sorbo; y fue Luisa la que dijo:
—Vaya temple deben tener ustedes, los pilotos; a mí me saltaba el corazón con las turbulencias ¿Se llaman así?
La sonrisa que puso fue de las que vienen a decir: Contesta, no te puedes negar.
—Sí, así se llaman, y en muchos casos son impredecibles; no las de las tormentas, pero éstas sí, porque se forman muy rápido y a veces, como nos ha ocurrido, abarcan áreas muy amplias.
Se lo veía contento con la pregunta; eso le daba pie para conversar con Luisa, que para él era Teresa, a la que había valorado como una mujer muy atractiva, que se refugiaba en un aspecto neutro, por su cara limpia —y eso que comerciaba con productos de belleza—, el cabello estirado y cogido atrás en cola de caballo y el traje sastre oscuro.
—Entonces, tendremos que esperar hasta que despeje, porque aquí llueve de lo lindo.
—Y se inundan las calles próximas a los márgenes del río —respondió el piloto—, pero no se preocupe, la predicción para mañana es buena, y espero que no tarden en darnos salida.
Luisa se sentía cómoda con él y consideró que había que avanzar un paso en el agrado y la confianza, y que tampoco merecía la pena continuar hablando de lluvias y tormentas. Mañana será otro día, se dijo, al fin y al cabo, todo está un poco salido de la norma. Siguió sonriendo, bebió, sacó cigarrillos, le ofreció, fumaron, no sin antes sacar él un mechero y disculparse por no haber caído en la cuenta. Le dijo:
—Qué bien, así me siento segura ¿Sabe que de jovencita soñaba con salir con un piloto? Con el uniforme, para mí los pilotos iban siempre de uniforme; y esa seguridad y pericia para manejar un aparato tan grande y majestuoso; y los pasajeros protegidos por él…
—Y al final, ¿hubo piloto? —el piloto acepta el tanteo y Luisa lanza un pestañeo seguido de una caída de ojos y una sonrisa.
—No, no hubo piloto; también se me pasó aquel sueño juvenil, pero cuando una es casi una niña, ya sabe, tonterías.
—¿Y la espera alguien en París? —el piloto había decidido llevar la iniciativa.
Luisa lo miró divertida, como diciendo: Ya veo por dónde vas; no sé si sabrás, piloto, que estás cogiendo mi rumbo.
—No, no me espera nadie. Trabajo, mucho trabajo, en Madrid y en París; sólo eso.
—Cuánto lo siento —dijo—. Quiero decir que es una pena que tenga que volar de vuelta a España en cuanto aterricemos en París, porque la acompañaría con mucho gusto si no tuviera inconveniente. Podríamos cenar, salir un rato.
Luisa se dio cuenta de que el piloto tenía un punto de timidez, que no se atrevía a dar el siguiente paso. Habrá que ayudarlo, pensó.
—En fin —lo envolvió con una mirada seductora—, es una pena porque habría aceptado con mucho gusto su compañía, pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó él.
—Que fuera de uniforme.
El piloto captó el énfasis, la picardía, y dijo:
—Pero eso tiene solución. Ahora mismo me cambio, me pongo el uniforme y problema resuelto.
Luisa, acostumbrada a tener paciencia, se dijo que no le quedaba más remedio que entrar por lo derecho:
—Podemos hacer una cosa —dijo casi con maldad—. Sube a su habitación y se cambia, viene a la mía —le dio el número— y le invito a una copa ¿Qué le parece?
El piloto no pudo evitar pensar en lo cómico de la situación: ponerse el uniforme para reunirse con una mujer. Por un momento pensó en cancelar la cita, pero el picotazo del deseo lo animó a vestirse con la mayor prestancia, con el ánimo de gustar. No se demoró demasiado y se rio interiormente. Pensó en lo insólito de la situación y comprobó que no tenía nada que ofrecer. Así que fue a la cita con las manos vacías porque al final sólo podía llevar unos botellines iguales a los que ella tenía en la nevera de su habitación. Llamó con los nudillos tenuemente y, pasados tres o cuatro segundos, Luisa abrió la puerta.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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