La confesión

Francis Picabia, Mujer sobre fondo verde, 1938

—Fuiste tú… ¿Qué? —Luisa preguntó sin saber a qué atenerse.

—Fui yo y necesitaba que lo supieras; me encargué personalmente para evitar males mayores.

—Pero, Manuela, ¿de qué me hablas? De verdad, no te entiendo.

—Fui yo quien metió el miedo en el cuerpo a la mujer del piloto.

Luisa clavó la mirada en el suelo y se puso a dar pasos nerviosos de un lado a otro de la pista. Su cabeza se convirtió en un hervidero y respiró hondo para tranquilizar y poner en orden sus pensamientos.

—Pero… ¿Por qué? ¿Por qué, Manuela? ¡No lo entiendo!

—No es fácil, Luisa, no es fácil; en aquel momento pensé que era lo mejor. Ahora te pido que te calmes, que no me interrumpas; luego dices lo que quieras, o te vas; pero déjame que te explique.

»Seguro que te informé de la existencia de la llamada “Sección 6”; si no la han disuelto con las remodelaciones, ahí tiene que seguir ¿Sigue? Como seguro que estás al corriente, sabrás que esos no responden ante nada ni ante nadie, vamos, que tienen carta blanca; sólo reciben órdenes de su jefe.

»Pues bien. A través de mis contactos —tú tendrás los tuyos—, me llegó el soplo de que el asunto estaba en un punto en que había que dejar hacer, pero de cara al subsecretario, al director general, incluso al ministro, por no decir más arriba, no podíamos decir que te retirábamos, salvo que hubiera una buena razón, y los de la 6 pensaban, ya sabes que en aquellos momentos cualquiera sabía dónde estaba cada cual, pensaban descubrirte, no de forma pública, naturalmente, sino ante el elemento más activo y peligroso de la conjura, con la instrucción de que hiciera lo que fuera contigo, en fin, un accidente, una desaparición…

»Me aseguré de la veracidad del soplo, de si era una intoxicación para ponernos nerviosos; pero no: estaban dispuestos a sacrificarte. Por eso intervine.

—¿No me pudiste advertir? Ya se nos hubiera ocurrido algo —objetó Luisa que, aparentemente más calmada, apartaba piedrecitas con la punta del zapato—. Algo habríamos hecho.

—Puede ser, Luisa, puede ser, pero no había tiempo y no se me ocurrió nada mejor.

—¿No te parece demasiado?

—Claro que me lo parece. Pero es ahora, cuando estoy lejos, cuando puedo pensar. Sé que te hice daño, por eso te he llamado, para decírtelo y, mira qué egoísta, para descargar la conciencia. Con el paso de los años todo se presenta con una nueva claridad, y necesitaba decírtelo, no para pedirte perdón —no se trata de eso—, sino para que supieras lo que pasó.

—¿Por qué me lo dices ahora? ¿Qué necesidad tenías?

—Ya te lo he dicho, porque ahora puedo pensar; y no te diré —eso es ocioso y hasta cursi— que para que tú no hagas lo mismo —harás lo que tengas que hacer—. Es posible que lo haga por mí, por descargarme, por confesar, ya ves, por confesar.

Luisa era de pensamiento rápido y en seguida comprendió que Manuela había puesto en los platillos de la balanza su vida y su felicidad, y le quedaba la duda de si había pesado por encima de toda consideración el éxito de la misión.

Por un extraño impulso, removemos asuntos ignorados u olvidados. Hay como un honor al silencio, a guardar unos secretos que, en su momento, cuando ocurrieron los hechos, tuvieron la bondad de facilitar salidas y conformidades. Porque Luisa, a esas alturas, se había conformado con el relato, más o menos creíble, que había supuesto, como en estos menesteres suele pasar, cercano a la verdad tanto en los hechos como en los actores.

—Amenazaste a Elena, le dijiste que su marido podía sufrir un accidente mortal, que podía morir más gente y a él lo culparían, todo ello para alarmarla y que de paso me alarmara a mí ¿Por qué no me avisaste? ¿Por qué ese montaje? —Luisa preguntó a Manuela— Creo que lo hubiera comprendido y me habría apartado sin más, sin explicaciones, como sabemos hacer las cosas.

Manuela la miró apesadumbrada. Por momentos se arrepentía de su debilidad, de la que había tenido, inexplicable, de anciana chocha que necesita hablar para ponerse en paz consigo misma. Qué poco profesional, se dijo.

—¿Y si no lo hubieras hecho? Ya lo sabes, es así; en lo que nos concierne poco importa el riesgo, pero en lo tocante a quienes queremos… No me quise arriesgar; eso es todo.

Con sentido práctico, en este punto, Luisa no quiso ahondar en el tema: así había sido y no tenía remedio ¿Qué hacía ella con Eugenia? ¿Qué haría si se viera en la misma tesitura? Aunque, bien mirado, con Eugenia ya habían cortado una relación.

—Tengo hambre —dijo Luisa zanjando el asunto—. Supongo que me tendrás preparada una sorpresa… Anda, cambia de cara, ya me lo has dicho, ya te has quedado a gusto, ya está ¿No me preguntas nada del Centro?

—¿Para qué? Me jubilé en serio: no quiero saber nada, estoy bien así. No sé por qué te he dicho esto; tonterías de vieja; mira que lo siento. En cuanto a la sorpresa… Pues sí; ya sabes lo que me gusta la cocina.

—Claro —Luisa recuperó la calma—; bien se te daba el papel de cocinera o criada.

—¿Te gusta el bacalao? He conseguido una pieza de lo mejor ¿Sabes que ya no se sala como antes? Ahora lo hacen al gusto británico; algo más crudo. Pero la pieza era de Islandia: un buen lomo bien salado. Tiene que verse blanco, conservar la textura, no se puede deshacer; mantener el sabor de la sal, el suficiente para que sepa a eso, a bacalao, para que recuerde el aroma de las tiendas. Y por delante calamares, berberechos, zamburiñas y percebes. Ya verás.

—¿Va a venir alguien? —preguntó Luisa con intención.

—No, nadie; tú y yo solas. Después no digas nada, no creo que nos volvamos a ver.

—¿Sabes una cosa, Manuela? Por aquí estuvimos Cosme y yo cuando nos dedicábamos a los restaurantes, mira que si conspiraban en esta casa o una próxima; y sabes qué ocurrió, que con él pasé en Lugo una de las noches mejores de mi vida. No, no lo hice para olvidar, aunque todo estaba muy reciente, lo hice porque lo hice.

A la noche, Luisa, sola en el hotel, pidió un sándwich y una cerveza desde la habitación. Hacía fresco, pero no le importó salir a la amplia terraza para contemplar la inmensa bahía y las luces de los pueblos lejanos.

Qué distinto es todo, pensó, y se preguntó si no hubiera merecido la pena poner un bufete, una gestoría; hacer declaraciones de la renta o especializarse en derecho matrimonial. Pero no, no se cambiaría. Su vida y actividad estaban regidas por el acaso. Se podía decir que mantenía una relación morbosa consigo misma.

©Alfonso Cebrián Sánchez

Esta es una obra de ficción. Los hechos y personajes son fruto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
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