
A Reme, mi muy querida y fiel amiga.
Solo en casa, me preparé algo de beber; no tenía hambre y sí cosas en que pensar. La noche se había adueñado de Madrid. Sin apenas darme cuenta, por mucho que pusiera de mi parte, los hechos se impusieron con una rotundidad que no llegaba a asustarme, pero sí a hacerme sentir un cierto grado de preocupación; sin apenas esfuerzo, la voluntad de Luisa se había impuesto a la mía y yo había entrado de lleno en una ocupación irregular y peligrosa, y, lo más importante, estaba enamorado de nuevo, enamorado de una Luisa ahora conocida, en cierto sentido, y objeto de una pasión en ascenso, después de Lugo. Además, por si fuera poco, me había contado parte de su vida, desgracias y fracasos, pero también triunfos, si el ascenso y consideración de su jefa se pueden considerar así. Con franqueza, Luisa me había hecho partícipe de su vida, aunque, una vez a solas, alejada de mí, en su propio ámbito, cuando llega la hora de poner los pros y contras en la balanza, porque nunca se debe descartar la posibilidad de tener un arrebato incontrolable de los que luego pesan de por vida, quizá… Porque entre quien se abre y quien escucha se contrae una deuda y un compromiso. Quien escucha pasa a ser testigo de lo acontecido, posee un secreto que pertenece al silencio, y quien habla está en manos del silencio del que ha merecido la confianza. Me había dicho que yo era de fiar: “No eres de los que traicionan”, exactamente, y eso apelaba a una lealtad ciega por mi parte, no tanto por su posición en aquel grupo, sino porque me hacía partícipe de parte de su vida, historia, biografía, con sus relaciones y sentimientos, y por lo tanto me situaba más allá que a un ocasional compañero de cama, de hecho me convertía en algo equivalente a un marido, amante, o más: no todo se comparte con quien se convive de manera fija u ocasional, lo cual me llevaría a la categoría de amanteamigo, no creo que exista esa palabra, sé que hay otra, pero esa no expresa lo que quiero decir, y eso por haber tenido una relación en Lugo que, quién sabe si se repetiría una vez que nos hubiéramos alejado del calor del contacto. Porque yo no tenía a Luisa por una mujer ligera y sentimental, que va contando su vida y sus cosas al primero que llega; no pensaba que fuera alguien a quien la cama da una locuacidad impensable e incauta, porque lo contado puede ser contado a su vez, tergiversado, modificado, acomodado a la necesidad del que cuenta, que no siempre será bienintencionada, sino motivada por notoriedad, cotilleo o venganza.
En todo eso pensaba en la noche siguiente a la que pasé en Lugo con una mujer deseada y enigmática que, así creía o quería creer, se me había abierto en el viaje de vuelta quizá porque, a pesar de los riesgos que contar lleva, prevalece la necesidad de compartir, de anudar con nuestros secretos a la persona a quien se quiere más allá de unos ratos de placer, a quien se da en prenda una parte de la vida propia, la que no se cuenta, como si dijera: Fíjate en lo que te doy porque eres tú. Y quizá por eso, Luisa pasó a otro plano en mi consideración; pensé, puedo ver en su interior, que es como conocer más, aunque nunca mejor. Así, sin acostarme, bebiendo y fumando, llegó la hora en que el silencio viene a ser absoluto, esa hora de cuyo nombre nunca me acuerdo, porque lo conozco y he leído por ahí, pero hay palabras que se olvidan por falta de uso.
¿Y yo? Cuántas veces, al día siguiente, o a los pocos, te dicen: Mira, un día tonto lo tiene cualquiera; no sé tú, pero yo no quiero llegar a más, lo que no quita que haya momentos en que tú y yo… O cortar la relación sin más, sin dar oportunidad a otros encuentros. De eso tampoco yo me podía hacer el inocente. Por otra parte, me veía arrastrado por la corriente del río de la aventura, sin pena ni gloria. En realidad Bond sólo había uno y era fruto de la imaginación de un oficial de la inteligencia británica convertido en novelista, por lo demás quedaba el anonimato y la sordidez de intervenir, muchas veces sin miramientos, en las vidas de otros, que además no deja de estar mal mirado porque en el fondo te mueves en las cloacas, como hoy se dice, con la seguridad, además, de que al menor error o descuido, te dejarán tirado, y no cuentes entonces con el apoyo de quien te ha contado parte de su vida en un arrebato amoroso, quién sabe si interesado: en este mundo la verdad carece de importancia. Pero Luisa no me mintió, en nada me mintió.
Me asomé a la ventana para mirar la calle vacía, bueno, calle no porque mis ventanas daban a una plaza interior donde había algo que llamaría jardín por las cuatro plantas ralas que circundaban una pequeña explanada donde los muchachos daban patadas al balón. A esa hora debería haber estado la plaza vacía, sin embargo, se veían las figuras silenciosas de un vecino y su perro, más extrañas en cuanto el perro correteaba sin ruido y el hombre lo seguía con pasos cortos y pausados. Me pareció extraña esa salida, cuando la mayoría de la gente duerme, como también le parecería extraño a quien me viera mirar al hombre y al perro desde mi ventana, delatado por la lumbre del cigarrillo. Lo suyo sería que todos durmieran menos ese hombre, el perro y yo, pero quién sabe… quién sabe si alguien más en aquella plaza tampoco podía conciliar el sueño y velaba como yo, que pensaba en Luisa que a su vez me llevaba a doña Carmen y a mi casa pequeña del barrio de La Latina, donde confluían mis estudios con un trabajo fácil y no mal pagado, con cuyo desempeño aprendí a fabular sin que aquello tuviese consecuencias para mí, quién sabe para los que observé, y así me inicié en un oficio clandestino e incierto. El hombre se paró y encendió un cigarrillo. El perro correteaba alrededor sin demasiado empeño, lo que me llevó a pensar que aquel hombre no estaba en la calle por sacarlo, sino que el perro estaba en la calle por el hombre, como excusa para salir, refrescar la cabeza, fumar, respirar, tranquilizarse, o mejor discurrir. El perro es la excusa perfecta para justificar una salida como esa ante los espectadores ocasionales e insomnes como yo mismo, porque un hombre solo a esas horas, aunque en verano, da que pensar, como si nos dijera: Ya ve usted, el perro, estaba nervioso, me ha llamado, me ha dado con la patita en mitad del sueño y no he tenido más remedio que bajarlo antes de que ladrara. Pero no, al perro se lo veía tranquilo y sin especial urgencia por hacer sus necesidades, que por otra parte estarían sometidas a un horario fijo, como la gente suele hacer con sus perros.
En la Latina había menos perros, o eso me parecía; quizá no me fijaba o era el hecho de no tener ventanas a la calle. Aquella casa estaba unida indisolublemente al recuerdo de doña Carmen. Añoraba su presencia, recordaba los detalles, los estados de ánimo que he ido inventando, como falsos recuerdos, de felicidad y tristeza, inevitable cuando lo malo no se puede soslayar, como son el éxtasis y el nunca más, en una tarde, en una sola tarde.
El hombre de la plaza, el hombre insomne, acabó el cigarrillo y levantó la vista hacia una dirección exacta. No hizo un barrido por mirar posibles ventanas insomnes, algunas dejaban entrever el hormigueo de un televisor encendido, acabada la programación, con los espectadores sorprendidos por el sueño, sentados en un sillón de orejas, olvidados de la separación de los días, y de los días y las noches, el hombre miró hacia unas ventanas que debían ser las de su casa; quién sabe si tras los visillos alguien, una mujer, su mujer, con quien había tenido palabras aplazadas, de las que se dicen a destiempo, como un malentendido que abre la espita y se derrama a borbotones lo que permanecía contenido y guardado, o había sido ella la del torrente, o por qué no una, contundente y definitiva, de las que te llevan a vestirte y sacar al perro a una hora en que los perros no se sacan ni se sale a la calle a fumar un cigarrillo, al que debió llamar porque el chucho, uno de esos sin raza definida, acudió a su lado y se dirigieron al portal, debajo de las ventanas a las que había dirigido la vista por si alguien miraba o lo delataba la lumbre del cigarrillo.
Ahora quedaba yo suspendido, asomado sin ver, apurando mi cigarrillo y mi whisky, pensando en si Luisa miraba tras su ventana una escena parecida, no a un hombre con perro, quizá una vecina que baja de un taxi, vestida de fiesta. No sabía si Luisa vivía en un piso alto ni si tenía ventanas a la calle, pero me la imaginaba como al otro lado del espejo fumando un cigarrillo y tomando un licor, coñac, por ejemplo, uno hace sus asociaciones, contemplando a la vecina que volvía a ocupar su cama, quién sabe si después de dejar el calor de otra.
Quería pensar que Luisa sentía lo mismo que yo, amor y deseo, pero también confusión, porque esos sentimientos que brotan sin cauce en la primera juventud más adelante asustan porque no se pueden evitar los resabios, más en ella si cabe, a juzgar por lo que me había contado.
El sueño no venía y mis pensamientos entraron en bucle. Apagué el cigarrillo, dejé el vaso en el fregadero y me acosté a la espera del sueño que no acababa de venir.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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