
“Como para que se vayan en ayunas”, había dicho la posadera refiriéndose a nosotros. Después de levantarnos, asearnos y arreglarnos un poco, bajamos al bar. La posadera, lozana y fresca, ya de mañana, nos indicó una mesa y nos dijo que nos sentáramos. Café con leche querrán, nos dijo o preguntó y le dijimos que sí. ¿Pan con mantequilla o les pongo otra cosa?, prosiguió, y nos decantamos por el pan con mantequilla. La mujer vino con dos tazones de café con leche, una bandeja de pan de centeno cortado en rebanadas y un tazón colmado de mantequilla. Que aproveche, dijo. Nos miramos, nos sonreímos y nos dispusimos a dar cuenta del opíparo desayuno. A través del ventanal se veía el despertar de la ciudad. Enfrente, se levantaba la oscura fábrica de la muralla.
Pagamos y nos despedimos. La posadera nos deseó buen viaje. El día, visto desde la calle, se presentó húmedo y con amenaza de lluvia. Una pátina de humedad dotaba de un brillo de espejo el piso de las calles. Entramos en el coche y salimos hacia Madrid.
Hicimos los primeros kilómetros en un silencio adormecido por el ruido del motor. Conducía Luisa. Me dijo que ella había dormido más que yo. Y, efectivamente, me amodorré sin dejar de entrever la verdura del paisaje, salpicado de prados verdes y casas de piedra con el techo de pizarra, de cuyas chimeneas salía el humo de las cocinas. Así, en silencio, llegamos al pie del puerto de Piedrafita. La hilera de camiones que se había formado con el inicio de las cuestas dificultaba el adelantamiento. Nos adentramos en una intensa niebla después de pasar por Los Nogales. Habrá que tener paciencia, dijo Luisa, al notar que yo me removía y desperezaba. Encendí un cigarrillo y se lo pasé, y otro para mí. Bajé un poco la ventanilla de mi lado. A pesar de que estábamos en agosto, no hacía nada de calor. Las curvas y contracurvas, junto a la escasa visibilidad y la hilera de camiones, no invitaban a la conversación; bastante tenía Luisa con atender al tráfico, sobre todo a los camiones que venían en sentido contrario, a toda prisa, invadiendo nuestro carril y dejándonos el especio justo. Coronamos y le dije que se apartara a un lado, junto a una casa, la bajada la haría yo; me lo agradeció con una leve sonrisa. Bajamos del coche y estiramos las piernas; ella también hizo movimientos para distender la tensión de los brazos. Mirábamos a nuestro alrededor, pero nada podíamos ver salvo los perfiles difuminados de un caserío fantasmagórico que se extendía al otro lado de la carretera. Al fijarnos mejor, vimos que habíamos parado al lado de una especie de taberna, tienda de ultramarinos, alpargatería y, en fin, establecimiento donde se podía comprar de todo. Nos frotamos las manos y entramos. Tomaríamos un segundo café. La mujer que nos atendió nos dijo que tenía que ser de pota, que la cafetera exprés no calentaba y que sabía Dios cuándo pasarían a repararla. Vienen de ahí abajo, de León, de Villafranca del Bierzo, uno que lleva todo el Valcarce y los Ancares; ya vendrá. Pero el de pota está muy bueno, nosotros lo tomamos y a la gente le gusta, mucha gente lo pide, y si es con unas gotas, mejor. Venga, pónganse unas gotas; su señora también. La tabernera, tendera, alpargatera y ferretera nos largó una botella lisa que había en el mostrador con un pitorro en el gollete, mediada de aguardiente de caña. Le hicimos caso y echamos unas gotas al café, que nos supo a gloria. Al bajar el puerto, la carretera seguía el curso del río y se estrechaba al pasar por los pueblos ribereños, con dificultad añadida para cruzarse con los camiones que poblaban la carretera, así hasta llegar a Villafranca del Bierzo, coronada por el enorme castillo templario donde Gil y Carrasco sitúa parte de la historia del Señor de Bembibre. Había levantado la niebla y la mañana lucía luminosa. Se empezó a sentir el calor. Bajamos los cristales de las ventanillas. La subida y bajada del puerto del Manzanal no fueron tan penosas. Pasamos, como a la ida, por pueblos echados sobre laderas pizarrosas, minas de carbón a cielo abierto, montes de jara y brezo, así hasta pasar junto al cartel de Rodrigatos de la Obispalía, pueblo que no se veía por ninguna parte, cuyo nombre, tan redicho, como a la ida, no nos dejó de hacer gracia. Pasamos por Astorga. Habrá que pensar en dónde comer, le dije a Luisa y me dijo que le parecía bien donde yo eligiera. Hasta ese momento el trayecto lo habíamos hecho en el silencio propiciado por el adormilamiento del que no conducía, pero también, al menos yo, teníamos la sensación de haber hecho algo trascendente, más allá de una satisfacción pasajera. No era alegría lo que nos embargaba, al menos no la expresábamos, tampoco habíamos comentado nada de lo sucedido, como si hubiéramos llegado al acuerdo tácito de no referirlo ni nombrarlo, no como algo que hubiera que olvidar cuanto antes, sino como un paso que trascendiera a nuestras vidas, mediatizadas por un trabajo, una dedicación que no entendía de ternuras ni debilidades, donde cada uno tenía que cuidar de sí mismo y del otro sin llegar a la implicación personal, quizá fuera eso lo que pensábamos y daba lugar a nuestro silencio.
Llegamos a la altura de La Bañeza y me desvié a la derecha buscando el centro del pueblo. Aparqué en una plaza que me pareció céntrica y buscamos un restaurante o una fonda donde comer. Dimos con una en una calle estrecha, la vimos concurrida y decidimos entrar. El establecimiento estaba atendido por un hombre mayor, de unos sesenta años o más, y dos chicas jóvenes que debían ser sus hijas, dos mujeres de lo más dispar: la que parecía mayor, cercana a los treinta, fuerte, vigorosa, activa y dicharachera, cara y frente despejadas, media melena castaña, y la voz fuerte y clara con predisposición a una risa franca, servía las mesas. La que parecía menor era morena, lánguida, con un pelo muy fino que debía tenerlo muy largo y que ahora lo llevaba recogido; ojos negros muy grandes. Al contrario de la hermana, presentaba un aspecto débil y enfermizo; el espíritu y la carne, parecían. La menor tomaba nota de la comanda y hacía los pedidos. El padre mediaba entre ellas y el office y recogía las mesas que quedaban desocupadas. En el comedor había un trajín de viajantes y gentes de paso. La hermana joven nos ofreció las judías blancas y la carrillada de ternera como especialidades de la casa y no le presentamos oposición alguna. La hermana mayor nos sirvió cumplidamente y nos dio el trato que se da a los matrimonios, tampoco pudo vencer la curiosidad y nos preguntó si teníamos algo que hacer en el pueblo o estábamos de paso. Le dimos satisfacción diciéndole que volvíamos a Madrid después de unos días de vacaciones en Galicia. No se demoró demasiado pues el local estaba lleno. Tomamos café y nos volvimos a poner en camino. Cogió Luisa el volante. Con la mirada puesta en el tráfico, rompió a hablar.
—Voy a pedir dejar de estar operativa —dijo con determinación.
—¿Por qué… por… lo nuestro? —pregunté sorprendido.
—No, no, por eso no… eso es cosa nuestra. No, no es eso. Es la segunda vez que me reconocen, bueno, en esta ocasión aún no lo sabemos, puede que el que hacía de chófer y guardaespaldas no me haya reconocido, pero en una ocasión, no hace ni un año de esto, sí me reconocieron; estoy segura. Lo analicé con quien tenía que hacerlo y llegamos a la misma conclusión. No puedo seguir así, es arriesgado, nos compromete a todos; con suerte me dedicaré a analizar los informes que otros paséis. Mañana mismo, sin más dilación, lo pediré.
—¿Y nosotros? —pregunté como un niño desorientado.
—Nosotros nos buscaremos las mañas. Voy a dar de ti informes muy favorables. Diré que estás en condiciones de colaborar de forma plena y permanente. Puede que te den acceso al grupo, me reemplazarás y estarás plenamente operativo, eso si te interesa.
¿Por qué me iba a interesar? ¿Acaso no tenía yo fundamentos para tomar otras alternativas? Pero le dije que sí, que me interesaba; no sabía por qué, eso no se lo dije, pero no podía evitar el gusanillo; ya me lo había dicho don León, es como una fiebre, un afán ¿Qué necesidad tenía?
Cambió de tema y me preguntó qué había dicho en la pesadilla. Le dije que, de lo que había entendido, parecía que quería proteger a alguien, a una mujer, a una niña quizá. “¡A ella no!”, gritabas y repetías angustiada, pero ya pasó.
—Es una larga historia. No pareces de los que traicionan, menos ahora, después de esta noche; puede que me arrepienta, pero te la voy a contar.
Llegamos a Madrid con las luces del atardecer. Al pasar por Puerta de Hierro, me dijo Luisa que la dejara en Moncloa, ante la boca de metro, o enfrente, según. Prepararé el informe, me dijo. Paré el coche ante la boca de metro y, antes de bajar, me ofreció los labios y nos dimos un beso rápido y sentido. Bajamos del coche, abrí el maletero y sacó el maletín. Me miró a los ojos, sonrió, largó la mano, que yo tomé, y la fue separando lentamente hasta rozarnos las yemas de los dedos, como si nos retuviéramos, sin dejar de mirarnos. Echó a andar y se sumergió en el abismo del metro como quien se adentra en el mar. Arranqué el coche y volví por la salida de La Coruña para coger la Carretera de la Playa.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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