Junto a la muralla

En la buhardilla me esperaba una Luisa expectante, aunque no dejaba traslucir ningún nerviosismo. Había preparado el maletín y me conminó a que hiciera yo también mi equipaje.

—Nos vamos —dijo—; ya hemos visto lo que había que ver y no hay por qué correr riesgos innecesarios.

Le dije que lo había visto, que se habían marchado, le comenté la suerte que había tenido y cómo me había escabullido.

La chica del establecimiento, de servicio perenne, lamentó nuestra marcha y ahí no nos dejó pagar, dijo que era una compensación por la falta de habitación. Le dijimos que suscribiríamos el restaurante en la revista. Como excusa le dije que había llamado a la redacción y me habían dicho que, si habíamos terminado, volviéramos sin dilación, había que ir a un hotel del sur lo antes posible; así son las cosas, añadí; siempre en la carretera.

Caía la tarde cuando entramos en Lugo. No habíamos hablado mucho, aunque Luisa, siempre incisiva, inopinadamente me dijo:

—Guapa la chica.

—¿Qué chica? —le contesté por hacerme el despistado.

—¿Qué chica va a ser? La del restaurante. Te hubieras quedado, no me extraña, pero… —Luisa era mala conmigo; me parecía que no perdía ocasión de burlarse de mí.

Inopinadamente, también, me dijo que dejara la travesía y siguiera la indicación de ‘Centro de cuidad’. La obedecí sin rechistar. Pasamos una puerta y fuimos a parar a una plaza al otro lado de la muralla. Enfrente había un bar y encima, un letrero luminoso que anunciaba un hostal. La plaza era relativamente amplia y se podía aparcar sin dificultad.

—Vamos a entrar, a ver si tienen habitaciones; es tarde y hay que dormir —Luisa bajó del coche y tomó camino del bar. La seguí.

El bar tenía un salón amplio ocupado por unos cuantos parroquianos: dos parejas con pinta de matrimonio ocupaban una mesa y daban cuenta de lo que parecía carne adobada con pimentón; en la barra había dos bebedores de vino que conversaban animadamente en gallego. Atendía el bar una mujer no joven, pero con esa lozanía que conservan algunas mujeres gallegas. Pedimos café, y Luisa, sorprendentemente presurosa, preguntó si tenían habitaciones libres. La mujer dijo que habíamos tenido suerte, que le quedaba una, grande y con dos camas; una de matrimonio y una pequeña, creo yo que les bastará, dijo.

Acabamos el café y Luisa, con la primera sonrisa que le veía desde el episodio del de las gafas de sol, le dijo que sí, que nos valía. La mujer llamó a una muchacha de unos trece años que estaba en lo que sería cocina o trastienda y le dijo que atendiera mientras nos enseñaba la habitación. Subimos hasta el primer piso y nos llevó por un pasillo hasta una habitación amplia, con una cama de matrimonio, otra pequeña enfrente, un armario y una mesa en el centro. Frente a la puerta había un amplio mirador vestido con las correspondientes cortinas blancas de encaje. Luisa le mostró su contento y le dijo que bajábamos a por el equipaje y si se lo dejábamos pagado, que saldríamos temprano. La mujer dijo que ya pagaríamos, que no creía que nos fuéramos en ayunas y que alguien habría.

A todo esto, yo asistía mudo a la conversación, como un convidado de piedra, porque la hostelera, sin seguir la costumbre, no mostró siquiera la intención de hablar conmigo, de buscar en mí un gesto de complicidad que otorgara lo dicho por Luisa. Me decía, pensaba, que yo dormiría en la cama pequeña y hasta odié a la dueña o empleada del hostal porque me dio por pensar que había una complicidad perversa entre ambas mujeres. Bajamos a por el equipaje y, cuando volvimos, encontramos en el centro de la mesa una fuente con manzanas. Ambos celebramos el detalle. Como la taberna tenía algo de tapear, decidimos bajar a echar un bocado. Yo, que me había fijado en lo que comían los dos matrimonios, le pregunté a Luisa si le apetecía.

—Vale, pídelo; yo me conformo con una ensalada, pero pide, que algo picaré —contestó.

Le pedí a la mujer la ensalada y que pusiera de aquella carne para los dos.

—¿Zorza? —preguntó.

—Bueno sí, zorza, la carne esa aliñada, me parece.

—Pues eso, zorza; con una ración les vale; si les parece poco, me piden más.

Nos trajo una ensalada fresca, con bonito y bien aliñada y una fuente de zorza. El vino era tinto y ácido, de esos vinos que luego, en mis visitas a Galicia, vi que se bebía en las verbenas y fiestas populares. Volvimos a la habitación.

Hay momentos que, por inesperados, lo turban a uno hasta dejarlo de una pieza, como se suele decir, y eso es lo que me pasó cuando volví del baño, que estaba en el pasillo, fuera de la habitación.

En esta ocasión se dio ella antes el último aseo previo a irse a la cama. Yo esperé, y en el ínterin imaginaba la escena en que la abordaría y diría que quería dormir con ella. No te andes con rodeos, me dije, sé directo. Luisa entró en la habitación y no dije nada. Cogí mis bártulos de aseo y fui al cuarto de baño. Volví y Luisa había apagado la luz y sólo se alcanzaba a ver con la tenue penumbra pálida que venía del resplandor de la calle, filtrado a través de los visillos. Entré despacio, sin hacer ruido, Luisa podía estar dormida. Me orienté hacia la mesa y en ella deposité los utensilios de aseo. Me desvestí y dejé cuidadosamente la ropa sobre la silla y, en ropa interior, me dirigí a la cama pequeña. Fue cuando Luisa dijo las palabras mágicas, el abracadabra, la contraseña, el conjuro, la exhortación, la expresión que respondía a mis ruegos: Anda, ven, duerme conmigo.

Me eché a temblar como si fuera la primera vez, como el colegial que era cuando me vi frente a Rosa. Deseaba entrar en su cama o meterla en la mía, pero me ocurrió como siempre, son ellas las que eligen el cómo y el cuándo. Por más que hubiera ensayado mentalmente las palabras, el modo de decirlas, fue ella la que tomó la iniciativa. No esperé a quitarme la ropa interior, no quise hacer gimnasia dentro de su cama, me desnudé en la penumbra y acudí a su llamada enardecido y sin pronunciar palabra. Tal como deseaba, sentí el contacto de un cuerpo duro y elástico, pero acogedor. Luisa me esperaba y me recibió con el beso de una boca jugosa de aliento caliente. No hubo preámbulo. Nos buscamos muertos de deseo y nos acoplamos como si nos conociéramos de toda la vida. Las caricias fueron codiciosas. Palpé y apreté con mis manos, con mis dedos, unos pechos duros como manzanas en las que despuntaban unos pezones crecidos y ansiosos. Como el torrente que se desborda con la tormenta, gemimos y nos desbordó el ansia del grito como último sello se nuestro abrazo.

—Lo deseaba tanto como tú —me dijo—; quizá, allí, en la buhardilla… Por eso he querido parar aquí, no podía más, y como tú pareces ser tan caballero…

En la penumbra creí vislumbrar, o puede que imaginara, esa pícara sonrisa con la que hasta entonces me había martirizado. Respondí a sus palabras con un beso largo y suave; ella se apretó contra mí y yo contra ella.

El alba nos sorprendió abrazados y exhaustos, apenas habíamos dormido y el sueño a Luisa le había pasado factura, también a mí, pero no conseguí un sueño profundo y me sumí en un duermevela que la luz del alba convirtió en una sucesión fantasmagórica de imágenes inconexas. Observé, ya despierto, el sueño de Luisa, su respiración; acaricié sin presión ni avidez la suavidad de su piel. Recorrí con mis dedos la espalda de una mujer que, a diferencia de otras a las que también había amado, era para mí una perfecta desconocida ¿Tendría familia? ¿Quizá un novio o amante? ¿Y si estuviera casada? A mí, seguro, me habrían investigado o estaban en ello, lo cual me llevaba a pensar que Luisa sabía de mis ocupaciones, dirección, amores, si salía o entraba, cuándo, con quién. No pude averiguar nada al respecto hasta que yo mismo tuve acceso a toda una documentación secreta, aunque no clasificada porque todo lo nuestro transcurría por caminos irregulares; pero eso ocurrió después, pasados los años, cuando, entre otras cosas, tenía yo la función de observar, valorar y determinar la idoneidad de posibles candidatos, dentro de una amplia red de colaboradores ocasionales.

Luisa dormía con placidez, con la respiración acompasada, con la relajación que da el sexo bien cumplido, pero de pronto empezó a castañear los dientes, a agitarse, a revolverse, a emitir ronquidos y balbucear palabras, de las que pude entender “a ella no, canallas, a ella no”. La agitación crecía y con ella los balbuceos se transformaron en gritos, que sofoqué como pude, así como la agitación de su cuerpo. Tuve que despertarla, aunque no resultó fácil: aún despierta, no se le iba la pesadilla. Me miraba y no me reconocía, me apartaba como si temiera algo de mí, hasta que se fue calmando y se le normalizó la respiración. Entonces me palpó, comprobó su desnudez, y me abrazó envuelta en un llanto convulso. Eres tú, eres tú, repetía y suspiraba con alivio. Sin transición me buscó la boca y me besó con furia a lo que respondí con una marea incontenible de deseo. Cuando recuperamos la tranquilidad, un sol pálido penetraba a través de los visillos.

Sobre la imagen: Lugo, Puerta Miñá o del Carmen (https://www.turismo.gal/que-visitar/destacados/muralla-de-lugo/as-portas-da-muralla?langId=es_ES)

©Alfonso Cebrián Sánchez

Esta es una obra de ficción. Los hechos y personajes son fruto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

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