
Supe de la importancia de lo que había hecho, o al menos me atribuí el mérito, cuando, pasado el tiempo, la prensa informó del descubrimiento de un complot, que los presuntos implicados llamaron juego de salón, charla de café. Para entonces ya había pasado las pruebas y había accedido al grupo del que Luisa formaba parte y lejos estaba la Fundación que, tal como anticipaba don León, había sido desmantelada. Por qué se irán éstos, me preguntaba, a sabiendas de que no era su costumbre soltar la presa, sobre todo en la fase suculenta en que nos encontrábamos. Me contestaba que lo más lógico era que continuaran por otros medios, de los cuales no carecían, todos los indicios apuntaban a eso y así me lo decía don León, de quien nos servíamos para estar al corriente. Me decía que no podían sostener una tapadera que había sido descubierta y prefirieron tener gente infiltrada. El caso es que los ingleses habían dejado de contar conmigo. Y, por otra parte, Luisa me dijo: A nuestros jefes poco les importan los entresijos de un servicio caduco, cuando sin duda para ellos no faltarían canales de comunicación, pero yo, como agente de campo o colaborador, era aprovechable. Además, aunque parezca extraño, pagaban mejor que los ingleses, quizá los recursos de aquí estuvieran menos tasados.
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La revista no era de información general, tampoco de opinión, de modas o del corazón; aunque reunía de todo un poco. La factura, el diseño, el papel, los contenidos y las fotografías sugerían que, con los periodistas, que los había y desempeñaban muy bien su papel, trabajaba un equipo experto en diseño y maquetación, todo ello dirigido aparentemente por Amable Freixido, pero en realidad sometido a la mano firme de Manuela Freire. La revista, dentro de sus necesidades, creó una sección de cocina, no de platos y recetas, sino una guía de restaurantes y de todo aquel sitio o negocio que pudiera ofrecer especialidades típicas o desconocidas. Para ese menester hacía falta trabajo de campo y un asesor, allí fue donde nos encontraron hueco a don León y a mí, él me asesoraba y yo visitaba mesones, restaurantes, fondas, casas de comidas, incluso casas particulares donde encontrar un plato que recomendar. De paso, una vez establecida la confianza, descubría las características de los locales, salones, reservados y, sobre todo, el tipo de clientela, quién lo frecuentaba, si se reunían o no, la periodicidad. En aquellos años la gente se reunía mucho, se juntaban estos con aquellos, intercambiaban información, buscaban ensamblar lo viejo con lo nuevo, también conspiraban; en definitiva, el país estaba en ebullición y se movía mucha gente. En ocasiones, cuando era pertinente, porque cuatro ojos ven más que dos, además de dar tono, me acompañaba Luisa Suarez en calidad de fotógrafa.
Así fue como Luisa y yo viajamos, compartimos hotel, y nos íbamos acercando. Y tuvo que ocurrir. Fuimos a un pueblo costero del norte de Galicia, mandados por Manuela y recomendados por Freixido. Allá había un restaurante afamado en los contornos, donde confluían políticos afines al líder de la derecha, militares y puntos fuertes de las finanzas. Y, por si fuera poco, un equipo de campanillas mandaba allí a los jugadores que consideraba menos fuertes para que se sobrealimentaran. Todos ellos, salvo los futbolistas, que se alojaban en el hostal, se retiraban por aquellos bosques, lejos del mundanal ruido, huyendo del calor y disfrutando de una fina gastronomía, y esa era nuestra especialidad.
Viajábamos, yo solo y ocasionalmente con Luisa, en un automóvil que me fue asignado como propio. Por dar un aire moderno a nuestro cometido, el coche era un 1430 deportivo, que corría mucho y gastaba más, de color rojo como corresponde a conductores dinámicos, desenvueltos y con algún posible, como tenía que ser yo (Luisa lo era).
Cuando llegamos a la villa, quedamos prendados. El día era luminoso, la ría, no muy extensa, remataba en un amplio arenal, sobre el margen derecho caían las casas del casco antiguo. La calle principal se prolongaba hacia el puerto y allí, en la prolongación, estaba el Restaurante-Hostal Atlántico. Los ventanales del restaurante ocupaban toda la fachada del piso bajo y a la derecha había una entrada que daba a un corto pasillo que conducía a un pequeño recibidor donde estaba la recepción, normalmente atendida por alguien dedicado a la faena del comedor, al que se accedía por una puerta grande a la izquierda que ocupaba casi todo el pasillo. Nos atendió una chica de aspecto muy joven, mediana estatura, delgada, rubia, ojos azules que evocaban la inmensidad atlántica, un cutis entre porcelana y melocotón y una simpatía fuera de lo común, todo ello adornado con la musicalidad de su acento. Luisa, al ver mi arrobo, me pasó la mano haciendo vaivén ante los ojos. La joven nos dijo que no había habitaciones, dada la fecha que era y que los futbolistas no se iban hasta jugar el Teresa Herrera, en Coruña; y la patrona, por si fuera poco. No sé si por aquí encontrarán alojamiento, quizá en Ferrol, dijo. Luisa, siempre resolutiva le dijo que llevábamos la sección gastronómica de nuestra revista, y me mandó al coche para que le mostrara un ejemplar, además nos recomienda Amable Freixido, nuestro director, uno de Ferrol, no sé si lo conoce; creo que ha hablado con el dueño. Claro que lo conocemos, y si ha hablado con mi padre a mí no me dijo nada ¿Anda por Madrid? ¿Y qué podemos hacer? ¿Y si les mando a casa de Emilita? Pero no, están los abuelos, ellos, los niños, don Suso… la casa es muy grande, pero son muchos y ustedes querrán tranquilidad —sonrió— para trabajar, quiero decir. Verán, les voy a preparar la habitación de la buhardilla; no la solemos alquilar, pero la tenemos equipada, para un compromiso, algo especial… y viniendo de parte del señor Freixido… Ya está. Dan una vuelta, toman algo, y dentro de una hora la buhardilla está lista. Ah, y si quieren hablar con mi padre, ahora mejor que más tarde. Vengan conmigo.
Al dueño del Atlántico lo llamaban ‘el Alfeñique’, apodo que en nada se correspondía con el retrato que cualquier novelista, biógrafo, cronista, policía, o cualquiera que se pusiera a hacerlo, haría de tal personaje, hombre tirando a grande, con esa rudeza distinguida que tiene la gente principal de aldea, aunque, y aquí hablamos del modo de ser, se permitía, y los clientes le toleraban, un trato arbitrario y unos modales no precisamente amables. El tal Alfeñique huía de la cortesía al uso y, con arreglo a su propio criterio, seleccionaba y trataba a los clientes.
Con esos antecedentes, conducidos por la preciosa rubia, nos presentamos, nosotros y a nuestra revista, y dentro de ella a nuestra sección. El Alfeñique, después de denostar nuestro oficio y poner las objeciones que le vinieron en gana (refiriéndose a Luisa le preguntó de dónde sacaba tiempo, con las patatas, rábanos y coles que había que coger), accedió a contestar a nuestras preguntas. La entrevista versó sobre lugares trillados y comunes: antigüedad de su negocio, tradición, secretos culinarios —que no quiso desvelar; paciencia y buen género, dijo—, fertilidad de la ría y de la lonja, dificultad en la obtención del percebe, especialidad de la casa —en ese punto ponderó el arrojo de los percebeiros, que descienden por el acantilado atados con cuerdas para arrancar de la roca los percebes batidos por la violencia de las olas. Y ahí llegamos a la pregunta que nos interesaba: los clientes, tipos notables, gente fija. Y así nos habló de un antiguo ministro, jefe del partido de la derecha, recientemente constituido; del equipo de fútbol, de su presidente y directivos, alojados en las dos primeras plantas, a quienes daba de comer en un salón particular (le preguntamos si tenía algún comedor reservado para celebraciones, reuniones, o algo así; nos dijo que no, pero en ocasiones improvisaba uno si se daba el caso y el cliente lo merecía, así dijo). Entonces Luisa le preguntó si el antiguo ministro merecía ese privilegio y contestó que sí, él y sus amigos, gente que trae de Madrid: banqueros, militares, gente de esa. Llegados a este punto pareció darse cuenta de que había hablado de más; nos dijo, más bien exigió, que eso no lo publicáramos, a nadie le importa dónde, qué y con quién comen mis amigos; ni se les ocurra; mis clientes y mis amigos son eso, amigos ante todo. Le prometimos que así lo haríamos y él, sin brusquedad, pero con apremio, dio por terminada la conversación.
Tal como la linda rubia nos aconsejó, antes de tomar posesión de la buhardilla, fuimos a dar un paseo. No sé qué pensaría Luisa, nada decía ni dejaba entrever, callaba; pero yo me repetía: la habitación de la buhardilla, la habitación de la buhardilla, ha dicho la habitación de la buhardilla… Una leve neblina, como una fina gasa, difuminaba la espléndida luz con que la villa nos había recibido.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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