
La verdad es que me sentí corrido, dolido por su dureza. A la primera de cambio se me había presentado la Luisa que en realidad debía de ser: no se puede ser un blando para ejercer este oficio, menos aún un descuidado como yo, que además estaba cualificado para analizar no sólo las palabras sino su uso y contexto, así como cualquier rasgo relevante en cuanto a su entonación. Menudo papel si me había puesto a prueba. Le ofrecí un cigarrillo y me puse a fumar.
De pronto me apeteció tomar algo fuerte, whisky o coñac, por ejemplo. Le dije que podíamos tomar algo y así refrescar la boca y la garganta. Seguro que no pude disimular mi turbación, la vergüenza que me daba haberme comportado con tanta bisoñez e incompetencia; Luisa levantó los ojos y me clavó una mirada burlona.
—No deberíamos —dijo—, pero mira por dónde, si hay ginebra y agua tónica, me preparas un gin-tonic, ya que te ofreces.
Fui raudo al mueble que hacía de bar y para mí cogí la botella de whisky; quería complacerla y hacerme perdonar. Le pregunté si quería hielo.
—Dos cubitos, no más —me contestó.
Serví las bebidas y me volví a sentar frente a ella. Anhelaba comprobar su actitud, que nada había alterado su juicio hasta el punto de no considerar una falta mi descuido; me importaba menos la calificación que pudiera dar de mí en cuanto a la idoneidad para colaborar con ellos que su propia consideración; y estaba también mi amor propio. Traté de llevarla por otro camino y de paso cumplir con mi trabajo.
—Necesitamos algo de vosotros —le dije.
Me contestó con un gesto, como si dijera, dime, qué quieres, qué necesitas. Le podía haber dicho: Necesito algo de ti, pero eso hubiera supuesto un equívoco, quizá si no me hubiera mostrado su lado implacable. El licor era algo que necesitaba yo, para humedecer la lengua, el cerebro, algo al menos.
—Para eso estamos —dijo—; tú pides, yo pido, y luego los jefes dan y otorgan, según vean.
—Sabéis de nosotros, conocéis esta casa… Quiero que me digas hasta dónde llegáis; no tú y tu gente, eso ya lo sabemos; pero la penetración puede ser más profunda y extendida, y así no estamos seguros. Queremos saber si hay otros que nos vigilan, a ti y a mí, a nosotros y a vosotros, hasta dónde llega el juego.
—Pero ese no es nuestro cometido —dijo condescendiente—; nosotros hacemos lo que nos mandan y no preguntamos; así es como funciona y te conviene saberlo por si algún día… Eso es trabajo de los de arriba. Supongo que tus jefes se relacionarán con los míos, a un nivel alto, me refiero; si no, no estaríamos aquí ¿No te parece? —bebió un sorbo de gin-tonic y me ofreció un cigarrillo.
Una vez más, me sentí manejado, manipulado, sin capacidad ni tino. Ella era dueña de los tiempos, preguntas y respuestas; de las correcciones y toques de atención. Si en algún momento me hubiera asaltado la intención de flirtear con ella, me habría descubierto y lo habría convertido en una anécdota, en una escena en la que ella sería la directora y yo el títere. Había sido dura conmigo. No tanto en sus correcciones, del todo pertinentes porque ponían el acento sobre una falta de atención, impropia por mi parte, se me suponían experiencia y conocimientos, sino por las palabras y gestos, también el tono, pero, sobre todo, por la mirada de unos ojos que se me habían clavado como dos puñales; no vi en Luisa la dureza ruda de las mujeres de mi clase, hartas del trabajo, la crianza de los hijos y el dudoso amor que recibían de unos hombres cansados y portadores de un jornal escaso; era una dureza implacable, de las que dan miedo, de las que duran lo justo y por eso son más insidiosas, por controladas y medidas.
—Es una pena —le dije.
—¿Qué es una pena?
—Es una pena que esta profesión nos impida hablar de nosotros —dije para estimularla a seguir contando su pequeña historia y de paso hacerle olvidar mi despiste.
—¿Por qué no? Podemos hablar de nosotros todo lo que quieras: tú me cuentas lo que te parezca y yo hago lo mismo, eso nos humaniza y hermana, nos aproxima ¿Es eso lo que quieres?
Luisa me desbordaba. No me cupo la menor duda de que me había contado un conato de falsa biografía para sonsacarme, para reclutarme si es que le valía la pena, aunque después de su reconvención… Luisa me desbordaba con aquella entereza y con tanta frialdad. Iba muchos pasos por delante de mí, sabía lo que quería y jugaba conmigo al ratón ya al gato con un aplomo que ofendía mi amor propio. Tenía que contestarla.
—Algo así ¿Debía no decirlo? ¿Ni siquiera mentarlo?
—Depende de donde quieras llegar —en su respuesta, como siempre, había un regusto burlón que me reafirmaba en la sensación de su juego.
—En cuanto a llegar, no soy amigo de poner límites, ni de que me los pongan.
Sentí que me estaba lanzando. Estaba hechizado, subyugado como el pobre bicho paralizado por la mirada de la serpiente, que no hace nada por evitar su picadura mortal; más bien la estimulaba con mi actitud.
No creo que fuera un gesto instintivo, defensivo, de los que dicen: Sé dónde miras y no me parece bien, aunque con esos gestos nunca se sabe; también puede decir: Te he captado y veo lo que te interesa, algo mío que no sé si te gusta, pero atrae tu mirada. Así fue como Rosa supo inmediatamente lo que yo quería. De todos modos, hay movimientos, no sé si defensivos o mecánicos, cuando uno, las más de las veces, mira a la cara con fijeza, que es donde se debe mirar si uno no se quiere arriesgar al equívoco, a fijarse en el señuelo de un cuello y más (lleva su tiempo en el espejo componer el conjunto y, en tiempos quizá menos pacatos e hipócritas había damas que incluían llamativos lunares postizos). Luisa hizo ese gesto, el de alisarse la falda, porque sorprendió y con razón mi mirada sobre sus rodillas, y quiso que viera que me había visto. Para mi descargo diré que aquello, aquel gesto, aquella mirada, no me estigmatizaba, hundía o condenaba al infierno. No me turbé ni arrepentí, simplemente levanté mis ojos para clavarlos en los suyos, como un reto, mi mirada, y como un reto la suya.
—Creo que nos tenemos que ir —dijo sin que yo alcanzara a interpretar el sentido de sus palabras.
—Me encantaría seguir con la charla, hablar de nosotros, quiero decir, de nuestras vidas reales o ficticias, sobre todo si nos acercaran a donde quisiéramos llegar, eso me gustaría mucho —eso lo dije sin bajar la mirada; ella tampoco la bajó—. Ahora sí, vámonos; nos tenemos que ir.
Estaba la noche cerrada y salimos juntos. No había luna, y el brillo de las estrellas daba cuenta del frío relente que no acababa de irse. La acompañé a su coche como quien, después del amor furtivo, parte el camino con quien tiene otra casa y otras obligaciones. No cruzamos palabra.
Sobre la imagen: Fotograma de Le genou de Claire, de Éric Rohmer (1970)
©Alfonso Cebrián Sánchez
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