Una misión

En estos encuentros, digamos, preliminares, nuestro trabajo era de lo más anodino: hacíamos de correos y, al contrario de la norma que Luisa misma había dispuesto, nos pasábamos esos pequeños recipientes, como el que había utilizado, sin que supiéramos su contenido, al menos yo. Si lo que hacíamos era espionaje, aquello no era ser espía, no había aventura ni riesgo, y yo, en contradicción conmigo mismo, necesitaba algo más, meterme en ese mundo, ser uno de ellos, poner mi perspicacia e inteligencia en el empeño; pensaba que, sin ese lado atractivo y morboso, no habría en el mundo ladrones, contrabandistas, timadores, estafadores, militares, policías y espías. Cierto es que siempre, al menos así nos lo cuentan, hay un ideal para embellecer y dar contenido ético y moral a esos menesteres, me refiero a los del espionaje: la voluntad de servir, dicen. En las confrontaciones, en las guerras, los estados y ejércitos se dotan de servicios que llaman de inteligencia, formados por gentes que se infiltran en las filas o en territorio enemigo con el fin de obtener información, cualquiera que sea; todo vale si quienes la procesan dan con lo que buscan, para saber o confundir. En nuestra guerra civil todo el mundo hablaba de la quinta columna, infiltrada en un Madrid asediado, la cual afectaría a la seguridad y los movimientos de quienes resistían y estaban al mando. Incluso se daría el caso de quien, confiado, se fuera de la lengua y dejara constancia de lo hablado, disposiciones tácticas y movimientos de tropas, supongo. Esto funcionaba así, y ahora, pensaba, a falta de enemigo sobre el terreno (como ocurrió en la guerra fría, en la que, y nunca dejaron de salir a la luz casos notables, se espiaba continuamente, lo cual, al margen de resultados palpables, sembraba la desconfianza entre los propios, que siempre podían compartir o invertir las fidelidades y dejar de ser de fiar), se pone el empeño en vigilarse unos a otros, aun a sabiendas que el que vigila es a su vez vigilado.

Así, en España, en el momento a que me refiero, cuando me puse poco a poco en manos de Luisa, nadie se fiaba de nadie, sobre todo cuando las nuevas fidelidades y compromisos eran sobrevenidos, al tiempo que los aparatos seguían intactos, controlados por gente vinculada y fiel al régimen anterior, como se empezó a decir. Entrar en aquello, abordarlo, era lo mismo que entrar en una lobera o en un nido de serpientes.

Luisa levantó levemente la mirada y esbozó ese conato de sonrisa que me pareció característico. Para ponerme a prueba, supongo, me encargó una misión. Me indicó que tenía que acudir como cliente a una determinada cafetería y tomara algo que pudiera alargar —no sé qué captó en mi mirada de desconcierto—. Pides algo de comer, un sándwich, algo de bollería, un trozo de tarta… algo de comer, y te limitas a observar. Quién entra, quién sale, no quiénes son, que eso no la vas a saber, a no ser que alguno sea de conocimiento público y tú estés al tanto, esa sería una buena pesca, sino la tipología, y sobre todo si acuden, aunque de forma espaciada, a un mismo sitio, no una mesa, no creo; un salón, una sala de billar o de juego muy restringida, algo por el estilo… Fundamentalmente nos interesa éste, y me dio una fotografía de un hombre de mediana edad, si la fotografía era actual, de cara ancha y amplia sonrisa, sin que se lo vieran, al menos en la foto, características reseñables. Tú llegas a un tiempo prudencial, a primera hora de la tarde, preferentemente, cuando se forman las tertulias del café, sobre todo de hombres; la hora de la merienda es otra cosa, bueno, eso creo que lo sabes, y si no, ya sabes algo más. Ah, y una cosa, no corras riesgos, quiero decir que no cantes demasiado. Si te sientes observado, o alguien cuchichea o algo así, no seas paranoico, pero te abres y dejas de ir; y me lo comunicas.

Me llamaban la atención los usos propios de la jerga madrileña. O lo hacía aposta o Luisa era una chica de barrio que bien se la podía haber visto en el América o en el Caravelle, luciendo una de las primeras minifaldas, junto a muchachos que jugaban a las bandas, con el cabello largo y pantalones campana o ajustados, en repetitiva imitación de Jagger, ídolo de una juventud rupturista, sin saber lo que era eso.

Con diligencia y con ánimo de quedar bien, cumplí con el cometido que me había asignado. Acudí a la cafetería y me coloqué a un lado de la barra, en un punto desde el que podía observar sin correr demasiado riesgo de ser yo el observado. Efectivamente, a la hora del café acudían hombres cuyas fisionomías respondían a las características que Luisa me había descrito, siendo lo más relevante que cuatro de aspecto similar, alguno con aire marcial, entraron con un espacio de cuatro o cinco minutos y derechos subieron a la primera planta, donde debía de haber un salón privado, o algo parecido, según pude apreciar. Entró el hombre de la fotografía, más juvenil y apuesto de lo que aparentaba, se dirigió al piso de arriba, como hicieron los demás, y yo, sin atender a las instrucciones de Luisa, subí con el pretexto de buscar los lavabos y vi que había dos mesas ocupadas, cada una con dos hombres que jugaban al ajedrez, pero no estaban, allí no se les veía , los que había visto entrar, aunque me pareció oír un rumor procedente de una puerta que había al fondo de un pasillo, donde, para mi suerte, estaban los lavabos. Me aventuré a entrar por si escuchaba algo. No hubo suerte, o no del todo. A la cabina del váter llegaba el rumor de una conversación, pero no lograba entender ni media palabra, salvo una voz que naturalmente no pude identificar, desagradable y mandona, que decía algo que bien pudiera estar referido al Rey, aunque fui incapaz de comprender nada más. Quería escuchar, enterarme de algo, pero al mismo tiempo empecé a pensar que los del ajedrez bien podían estar allí de vigilancia, y si no los jóvenes de abajo, porque imaginé que había sorprendido una conspiración. Me dije que no podía permanecer más tiempo del que dura una deposición normal. Acto seguido me entró la duda entre tirar o no de la cadena, cuyo ruido podía alertar a los reunidos, o abrir el grifo del lavabo y dejar constancia de mi presencia. Finalmente, teniendo en cuenta que los del ajedrez me habían visto, hice lo propio de quien entra en un lavabo: tiré de la cadena, me lavé las manos y salí frotándolas como el que se acaba de lavar. Decidí no volver. Pensé que, si volvía y alguien me había mordido, levantaría sospechas. Mandé recado a Luisa y esperé sus instrucciones.

Tuve la suerte del principiante. Repetir acciones entraña riesgos si tenemos en cuenta que el conspirador toma sus precauciones, y, aunque no pudiera decir que escuchara algo comprometedor, el tono del murmullo que me llegó no era el de una tertulia o charla de amigos que se sirven de un reservado para estar más a gusto; aquella era una reunión en la que los asistentes dialogaban y se cedían la palabra, de eso no me cupo la menor duda. Pero, del mismo modo que los vi y observé, me podían haber observado a mí. Podían pensar que era alguien nuevo en la zona, un empleado o viajante a juzgar por el bocado rápido y a deshora. Si me hubiera repetido, habría llamado la atención de los habituales. Por otra parte, pensé que no se reunirán a diario; en cualquier caso, no podía correr el riesgo de que se sintieran vigilados, a no ser que se tratara de eso precisamente, de sembrar la duda, tal vez el miedo; o puede que no les importara y se sintieran impunes, o bien, exentos de cualquier acción que alguien pudiera hacer sobre ellos. El caso es que decidí no volver.

El sobre estaba en el apartado de correos, y en la comunicación Luisa me proponía, hasta encontrar otro sitio, el día siguiente a las ocho de la tarde en el hotelito, piso franco, o como lo queramos llamar; en caso de que no fuera posible, me decía que se lo comunicara por el medio convenido. No hubo inconveniente ni problema alguno. Acudí puntual, antes de la hora, como se comprende. Estaba impaciente por comunicar el resultado de mi corta vigilancia y observar la reacción de Luisa; también por estar junto a ella. Quería saber si mi trabajo había servido para algo. Tocó la puerta a las ocho en punto y le franqueé la entrada. Venía muy acicalada y elegante, puede que para alimentar el morbo del vecino e inducirle a pensar que vivía junto a un picadero y que por ello las señoras que por allí pasaban iban pidiendo guerra. Y eso fue lo que aprecié en Luisa y eso fue lo que me turbó, porque empecé a pensar si lo hacía por dar verosimilitud a la tapadera o por mí. El tiempo era primaveral y la temperatura invitaba a cambiar el abrigo por el chaquetón ligero o la cazadora. Luisa había cambiado los pantalones, habituales en ella, por un vestido gris perla, ajustado, aunque no en demasía, y sin mangas, lo cual dejaba al descubierto unos brazos morenos, torneados y delgados, aunque fuertes, lo mismo que las pantorrillas, cuyo conjunto evocaba a una mujer esbelta y fibrosa, fuerte dentro de la delgadez, y de cuerpo muy elástico. En la calle se cubría con un chaquetón de paño algo más oscuro. Esos rasgos, ligeramente andróginos, no le restaban atractivo; al contrario, sugerían un misterio que había que desentrañar. Pero debía centrarme en el objeto de la reunión, contarle mi experiencia, frenar mi tendencia a la creación y dramatización, procurar ser objetivo. Pero me dejé llevar por la literatura y el suspense, sobre todo al contar mi paso por el lavabo, mis esfuerzos por escuchar sin ser oído, mis paranoias. Tampoco descarté la posibilidad de que los jugadores de ajedrez fueran agentes del gobierno o la policía, desleales o no, pero fieles a los reunidos y a lo que fraguaran, porque no me cabía la menor duda de que allí se conspiraba.

Luisa sonrió una vez más y me invitó a que le resumiera lo más relevante: cuántos hombres, hora de la reunión, situación exacta del reservado, si el baño estaba pared con pared o había una dependencia intermedia… Acto seguido me enseñó una serie de fotografías en las que reconocí al que atribuí la voz autoritaria y bronca del que había hablado del Rey. Le comenté que quizá la fotografía había dado pie a que atribuyera al retratado atributos que no le corresponden, que era una apreciación mía y por tanto subjetiva; el caso es que, a ese hombre de aspecto rudo, de rostro atezado y mirada penetrante, de las que se clavan en lugar de posarse, le asigné una voz desagradable y mandona. Me dijo Luisa que en nuestro oficio tanto valía lo objetivo como lo subjetivo, eso sí, poniendo cada cosa en su lugar. Me preguntó si había distinguido alguna palabra inconexa, además de rey, del tipo echar, defender, obedecer; o algún adjetivo encomiable o despectivo… un insulto, un taco, esos siempre se dicen levantando la voz… Le dije que sí, que había omitido los tacos porque no me parecían relevantes: algún joder y algún coño, si me parecía haber oído. ¡Cómo no van a ser relevantes, joder! O estás muy desentrenado o me tienes por lo que no soy; ¡todo es relevante, coño! Y lo tienes que saber, me dijo con seriedad. Y prosiguió: El uso de latiguillos y tacos califica al que habla y nos puede dar pistas ¿Acaso no conoces la jerga cuartelera? Y mira si es relevante en nuestro caso… Me tienes que informar hasta de los movimientos de los ojos.

©Alfonso Cebrián Sánchez

Esta es una obra de ficción. Los hechos y personajes son fruto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
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