
Habíamos soltado la gabardina, el abrigo, el bolso; nos habíamos puesto cómodos. Estaba sirviendo esa copa que es excusa o antesala de lo que más tarde o más temprano acaba viniendo. Entonces el teléfono tiene que sonar, y sonó. Acabé de hablar con don León y volví con Lucy donde lo habíamos dejado. Le tomé la mano y me siguió mansa, como quien se deja llevar.
Lucy era una muchacha como tantas, adelantada para la época, licenciada en Ciencias Exactas y profesora en la academia a la espera de las oposiciones de Bachillerato para dar clases en un instituto a esos niños que se hacen grandes ante sus ojos. Yo podía hacer lo mismo, y tratar de enamorarme de ella, y comprar un piso en las afueras, y casarnos, y tener hijos. Era una muchacha dulce, sin dobleces ni pasado, buena compañera de cama, y sin embargo había algo en mi fuero interno que me impedía adoptar esa vida.
Menudo peliculero estás hecho, me decía condescendiente cuando estaba con Lucy y veía que aquello no tendría futuro, que se cansaría de mí, y haría bien, cuando viera que lo nuestro no avanzaba y se limitaba a citas pasajeras. Eso era lo que quería Paquita, pero Lucy no era así y tarde o temprano se cansaría de mí, desaparecería de mi vida, y yo seguiría en la academia, y ella aprobaría la oposición, se marcharía y no haríamos nada por mantener el contacto, porque Lucy tenía la lucidez suficiente para no convertir nuestra relación en un arrebato; sentía su amor y la amaba a mi modo, pero, aunque nunca se acaba de conocer a alguien, en su modo de ser no entraba el melodrama, nada que ver conmigo, que, al menos en mis ensoñaciones, había alentado el deseo y el plan de quitar la vida a don León, con quien comía en restaurantes y ventorros para que él me volviera a meter en la aventura como si fuera una ayuda, y de paso me hablaba del fracaso que lo martirizaba: haces lo que haces y después dudas de la utilidad de lo hecho. A cambio haces infeliz a la mujer que amas, a quien has convertido en un elemento decorativo y ahora, en la antesala de la vejez, quieres resarcirla y devolverla al mundo del que no la deberías haber sacado.
Desanduve el tramo de Preciados que había recorrido con Luisa Suárez impactado por su mera existencia y por su presencia rotunda y evocadora. Era como si el destino hubiera puesto a mi lado a una doña Carmen renovada, tan parecida y distinta a la vez. En el ínterin pensaba en el escaso atractivo y nulo beneficio que me reportaba el hecho de cumplir con don León, que más me valdría no meterme en ese berenjenal, que aún estaba a tiempo…
Informé por el canal establecido de mi contacto con Luisa y recibí el encargo de recabar por esa vía información sobre las reformas que el nuevo gobierno impulsaba. No me pedían un informe pormenorizado; querían saber lo que se sabía, intuía o temía en determinados círculos, de qué iba este o aquel, cuestión ésta que me pareció un cotilleo ¿Qué me iba a contar Luisa? Pero eso era lo que les gustaba a mis jefes: ellos analizarían, compararían y extraerían aquello que consideraran información relevante; a mi entender seguían interesados por personas, sus movimientos y proyección, esas cosas. La naturaleza de los intercambios obligó a extremar la discreción, así fue como conocí la casa, el hotelito en las afueras (más tarde supe que había sido el lugar de contacto entre don León y Manuela Freire, a quien luego conocí, del mismo modo que a Eugenia Honrubia, Amable Freixido y otros colaboradores externos, a quienes ocasionalmente tuve que ver, examinar y, en muchos casos, presionar con malas artes).
En los momentos sucesivos, antes de ir al hotelito, Luisa fue cambiando de técnica. Ya no era el enlace que intercambia información de forma aséptica y profesional; de pronto, empezó a interesarse por mí. Si no directamente, de forma sesgada me preguntaba sobre aficiones, competencias, todo ello para llegar a conocer aspectos de mi vida, que yo, también de forma sesgada, le desvelaba con la distorsión suficiente, según me parecía, aunque no me cabía la menor duda de que me anduvieran investigando. En la primera reunión que tuvimos en el hotelito, habló de sí misma, o de la historia que me quiso contar de sí misma, y que, como biografía, era de lo más común, y además falsa, como me confesó ella misma, dejándome con la duda y preguntándome: ¿Qué historia será la verdadera?. Me dijo que iba para maestra, que aprobó la oposición, que le dieron un destino lejano y aburrido, y además no le gustaba encerrarse con niños varias horas al día y después hacerse la simpática con la gente del pueblo. Lo dejó, volvió a Madrid y habló de esto con alguien (no me dijo nombre, señas o detalle) que le encargaba cosas, como esta que hacemos ahora, hasta que le ofreció trabajar para su, digamos agencia, y aquí estoy; creo que te podría interesar. Le pregunté qué me podía interesar y me dijo que trabajar para ellos. ¿Quiénes sois?, le pregunté, y me contestó: Nosotros; para ti, ellos, hasta que seas nosotros, y se echó a reír. Piénsalo; sigues como hasta ahora, pero te inclinas a este lado de la balanza, o del plano, según se mire; a lo mejor te compensa.
Con los ingleses todo estaba revestido de solemnidad. Me habían observado, me había recomendado don León, y, seguro, habían tomado sus precauciones. Pero esta forma de reclutarme me resultó, si no chapucera, sí de lo más ligera, lo cual no impidió que sopesara la conveniencia de la oferta, sobre todo si ello implicaba seguir trabajando con Luisa, pues junto a ella me sentía como si estuviera con doña Carmen, distinta pero parecida, y enormemente atractiva, con una belleza más propia de los territorios balcánicos o del Oriente Medio, de cabello muy negro y mirada profunda, con resonancias persas, libanesas o turcas, lo que le daba un halo de misterio.
Al estar junto a Luisa, al respirar junto a ella, me dio por pensar en mi impenitente inclinación hacia las mujeres y en una característica mía que no sabía cómo llamar, porque en puridad no era virtud, pero algo así como un don. Pensaba en Rosa. Con su contacto me había pasado su enorme sensualidad, incluso su olor. Y no pensaba en las cualidades que da la apariencia, la apostura, la simpatía —cosa esta última que no me adorna—, la bondad o el atractivo que la maldad tiene; más bien diría que era algo puramente animal, que me ocurría con ellas, y a ellas conmigo, como a las hembras en celo y a los machos en la berrea, que era una atracción propia de nuestra naturaleza animal. Porque ya sentía a Luisa, su aliento y su deseo, y ella los míos, que eso se nota, se percibe y siente. Tuve que esforzarme y limitar de momento nuestra relación al ámbito profesional, y por eso le pregunté qué ganaba yo con eso que me insinuaba y proponía. Me dijo que algo de dinero, en efectivo, sin pasar por Hacienda, una gran experiencia y aventuras por disfrutar. No me contestes aún; en el próximo encuentro, si te parece. Le dije que lo pensaría.
Trabajarás a dos bandas, me había dicho don León, y ahora se me presentaba la oportunidad no sólo de hacerlo, que en eso ya estaba, sino de repartir mis fidelidades, aunque yo no encontraba, al contrario que don León, motivos para ser fiel a nadie. Bien era cierto que yo, entonces, como hoy, era un hombre de mi mundo y de mi tiempo; que compartía con una mayoría de compatriotas la urgente necesidad de que se dieran los cambios necesarios para que España dejara de ser una dictadura cruel y corrupta, pero, a diferencia de don León, como digo, no encontraba motivos para comprometerme con nada, y yo, a diferencia de él, no veía en esta gente indicios de que su misión fuera esa: simplemente conseguían información para luego utilizarla. Eso, lo sabía muy bien, lo hace quien tiene poder y para conservarlo, y bien era cierto que aquí, por lo que se veía, las circunstancias demandaban algún servicio que estuviera atento, aunque no era inconsciente del peligro que correría si me las tenía que ver con gente que carecía de escrúpulos. Trabajaría a dos bandas, sí, siempre que me pagaran bien, en cuanto a las motivaciones, carecía de ellas, si bien, una muy poderosa era la cercanía de Luisa.
Pregunté a Luisa hasta dónde llegaría mi vinculación, y ella me dijo que eso iría por partes, que en un principio todo pasaría por ella y después ya veríamos.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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