
Al día siguiente, a la hora convenida, miraba un disco de Jethro Tull cuando nos vimos. Lo solté, hice como que buscaba otro y don León echó a andar. Pensé en las precauciones, a veces ridículas, como ésta, sobre todo si se tiene en cuenta nuestra relación, a nadie extrañaría ver juntos a un subordinado con su antiguo jefe, aparte de haberme ofrecido trabajar con él y vivir en una buhardilla suya, más bien de doña Carmen, en la calle Infantas. Pero las normas están para cumplirlas y así hacíamos.
Ya en la calle, anduvimos juntos. Le comenté lo que había pensado sobre la cita. El riesgo está en la espera, me dijo. Para algunos, estar un rato parado, en la calle, en una plaza, en un banco, levanta sospechas. Caminar juntos lleva implícita la acción, hacer algo, ir a algún sitio, pero la espera llama la atención.
Esta vez no fuimos a Lhardy, me tuve que conformar con un restaurante modesto en la calle del Barco, con una carta no muy larga y plato del día.
—Luisa Suárez —dijo don León sin preámbulos—. Me han dicho que responde a ese nombre. Morena, treinta y tantos, delgada, alta. Vestirá abrigo rojo, pantalón negro y llevará un bolso también negro. Tú te pondrás ese traje gris que te he visto, camisa blanca y corbata azul. La gabardina o el abrigo no los tendrás puestos porque esperarás tú. Estarás sentado en una mesa del salón de la primera planta del Manila de Gran Vía, ni muy próxima al ventanal ni muy al fondo, donde te pueda ver nada más entrar. Estarás a las cuatro en punto, leyendo el Informaciones, ni antes ni después. Pasado un minuto aparecerá ella. Os saludaréis como si os conocierais, ya sabes. Disimuladamente me pasó un pequeño estuche, como los que se utilizan para guardar pastillas. Le das esto.
—No puedo saber qué es ni la importancia que tiene —le pregunté en tono afirmativo.
—No hay inconveniente. Es un informe microfilmado: una carpeta o cartera llama la atención, y nadie las lleva a las citas amorosas, en apariencia.
—Por eso…
—Naturalmente. Que un hombre y una mujer se frecuenten no levanta sospechas, incluso está bien mirado, por más que a la hora de verlos juntos se hagan conjeturas, pero nadie va más allá de lo que ve como un amor o un flirteo, clandestino o legítimo, según su vara de medir.
Después me habló del tema que lo tenía más ocupado en los últimos tiempos: la vuelta a Madrid. Ya estamos con los preparativos, me dijo. No cierro lo de allí, pero invierto los términos: vivimos aquí y allí acudiré a echar un vistazo, a firmar y visitar a mi familia. Emilita ya es una mujer casada y con hijos, figúrate. Los siento como si fueran mis nietos. Cosme, me estoy haciendo viejo, sentimental no, porque siempre lo fui, pero viejo.
Con esas confesiones me daba cuenta de que mi alejamiento había abarcado también a mi propia familia, cada uno por su lado; mis hermanas, también casadas, como Emilita, una en Barcelona y la otra en Hamburgo, y mis padres, tras ellas al calor de los nietos. Estas confidencias me llevaban a pensar que a mí me decía lo que no se suele decir, salvo a los amigos más íntimos, con quienes no se disimula el lado tierno que todos guardamos, que en don León, conmigo, se mostraba como un instinto paternal.
Me dijo que entre él y yo ya no habría más citas de esa índole, que mis contactos con la fundación se canalizarían de la forma acostumbrada, que la habían reactivado para mí. Insistió en que esperaba mis visitas y me dio la dirección exacta de su casa de Madrid. En menos de un mes estamos aquí, dijo. Nos despedimos con la convicción de que, a partir de ese momento, nuestros encuentros dependerían de mi voluntad.
***
A las cuatro en punto de la tarde ocupaba una mesa discreta, aunque no apartada, en el salón del primer piso del Manila de Gran Vía, frente a Callao. Acudió el camarero y le dije que esperaba una cita. Apareció a las cuatro y un minuto; más que aparecer era una aparición: la habría distinguido entre una multitud, por su prestancia y estatura, el abrigo rojo, los pantalones negros y el bolso y zapatos a juego con los pantalones. Pero no, no fueron esos atributos los que me pusieron los pelos de punta, los que me hicieron sentir tal escalofrío. Pensé que los hados me estaban gastando una broma pesada cuando la tal Luisa Suárez se plantó ante mi mesa.
En el minuto de margen, abrí el Informaciones. Y entró, y la miré, y la vi andar hacia mí con su andar felino. Doblé el periódico, lo dejé sobre la mesa y me puse de pie. Con un toque elegante, se quitó el guante de la mano derecha, lo cogió con la izquierda, con la que llevaba el bolso, y me tendió la mano. Con un gesto se echó el abrigo para atrás y la ayudé a quitárselo; el camarero acudió solícito para llevarlo al guardarropa, volvió y ambos pedimos café; el bolso lo puso en el que sería su asiento de modo que quedara entre ella y el respaldo. Me habló como si nos hubiéramos conocido antes, en una fiesta, un baile… y acudiéramos a una de esas citas de tanteo, de las que sugieren promesas si se establece el clima, o grandes decepciones si nada resulta como se esperaba.
Luisa Suárez me saludó y tomó asiento, y no sé si se percató del estupor con que la recibí, que trataba de disimular en la medida de lo posible. Supongo que sí, como profesional debería estar entrenada para percibir y analizar las reacciones de los otros. Traté de calmarme, pero no me fue fácil: la mujer que tenía delante, sin ser el vivo retrato, porque no lo era, era la personificación de doña Carmen: el cabello, la estatura, la voz, el porte, la forma de andar: como si una joven doña Carmen hubiera tenido el capricho de mostrarse ante mí. El camarero volvió con el pedido.
En principio me sorprendieron la resolución y ambivalencia con que Luisa Suárez se conducía. Sus ojos acompañaban con simpatía sus palabras, en las que expresaba con brevedad y concisión los términos en que se basaría nuestra relación; me trataba como si fuera un principiante y fuéramos nosotros y no ellos quienes pedían ayuda; así, me instruía y ponía las condiciones. Me dijo que debía tener la memoria despierta porque todo nos lo comunicaríamos de palabra. Entonces, para aligerar la primera tensión y para recuperarme de la sorpresa, le dije que nos podía vigilar un experto en lectura labial, o de los labios, o bucal, o como se quisiera llamar. Creí sorprender una sonrisa que alivió mi embarazo: no era fácil sustraerse al magnetismo vicario de esta doña Carmen. Le pregunté si habría alguna periodicidad en nuestras citas, días señalados, aunque no tuviéramos ningún encargo. Al tiempo miraba a mi alrededor por si alguien estaba atento a nuestra conversación y nos leía los labios, que es como se dice, creo; ella tomaba nota, divertida con mi movimiento impostado. Me dijo que de momento lo llevaríamos así, me citó para un día del mes siguiente en el Drugstore de la calle Fuencarral, un lugar concurrido y ruidoso que no cerraba nunca, a las doce de la noche, como si estuviéramos de fiesta. Me dijo que debía tener algo para ella, y eso me descolocó porque con la conmoción me había olvidado del pastillero con el microfilm. Lo saqué del bolsillo de la chaqueta y se lo entregué con disimulo, tanto que aproveché para tomarle la mano; ella la apartó sin brusquedad y sonrió con unos ojos que me taladraron como habían hecho los de doña Carmen, así que tuve que recordarme a mí mismo que estaba a lo que estaba y que ya estaba bien de distracción. Le pregunté si ella traía algo para mí, y entonces me dijo: Esto funciona así: tú me pides y yo te contesto si puede ser, y viceversa: ese es el procedimiento. En cuanto a los intercambios, a no ser que sean de viva voz, cuanto menos sepamos, mejor. Ahora salimos juntos, paseamos hasta la Puerta del Sol, miramos escaparates, y allí nos despedimos hasta dentro de dos semanas, a no ser que haya algo urgente, para ello te voy a dar un teléfono, ahora te lo digo, cuando estemos en la calle, lo guardas en la memoria y sólo lo utilizas si es imprescindible. Llamas desde una cabina y preguntas por mí; para entonces, para el próximo día, me traes también tú uno donde pueda llamarte. En la conversación gesticulamos como un hombre y una mujer que se citan para los primeros tanteos, para salir, para eso. Nos despedimos en la Puerta del Sol y yo me separé de ella como quien sufre una pérdida. Me dije: Chico, tienes un problema, tú no eres un seductor, eres un enamoradizo empedernido y esto es trabajo, peligroso por otra parte, y encima no sabes de qué lado juegas, esto ha sido sólo el principio, pero estos jodidos ingleses seguro que quieren jugar a todas las bandas para apostar sobre seguro, por el caballo ganador. Y encima no tienes ni idea de lo que se cuece. Esto no es tan fácil como aquello; ahora, cuando quieras recordar, estarás en medio del fregado, pero esta Luisa que acabas de conocer…
©Alfonso Cebrián Sánchez
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