
—¿Qué te parece si mañana comemos juntos? —espetó nada más descolgar yo— ¿Te viene bien? Si es así, reservo y te espero a las dos.
Habíamos convenido ser cautos en el uso del teléfono y el correo, y no eran paranoias, sabíamos cuánto se intervenían, sobre todo de forma arbitraria, sin control alguno, sin límite ni riesgo; ahora más si cabe, cuando se dispone de tal sofisticación tecnológica ¿Quién está libre? Además, nosotros en cierto modo podíamos resultar alguaciles alguacilados. Habíamos acordado coincidir en la sección de discos de El Corte Inglés de Preciados.
Fuimos, me llevó, mejor dicho, a Lhardy, don León tenía gustos caros y se los podía permitir. Un cocidito, dijo, son famosos, estaremos a gusto, sin ruidos ni molestias, podremos conversar.
Nos acomodaron en el salón Tamberlick. Don León pidió cocido completo para dos y una botella de Vega Sicilia Único del 64. Comimos, bebimos, y nos fuimos contando cosas sin importancia. Me pregunté: ¿Por qué hemos venido aquí si al camarero lo tenemos perenne, pendiente de si hemos terminado la sopa o si nos falta vino? Acabamos el cocido y don León pidió el soufflé. Aquí hay todo tipo de postres, pero con el cocido toca soufflé, está cojonudo. Pasados los postres, pidió café y unas copas de Cardenal Mendoza ¿Te parece bien?, me preguntó, y afirmé con la cabeza. Cuando trajo el servicio, le dijo al camarero que se podía retirar.
—Tenemos trabajo para ti —ese ‘tenemos’ me decía que era la fundación la que lo tenía—. Nos han pedido colaboración desde algo, un departamento, grupo o algo así, algo que debe ser muy secreto, y muy nuevo, pienso que promovido por alguien con poder que no se fía ni de su padre, y no me extraña. Quienes lo llevan no deben ser muy tontos, fíjate cómo nos han mordido, y nos piden un enlace, alguien a quien no conozcan, que no se lo vea por allí. En los niveles altos parecen estar de acuerdo en colaborar, siempre que saquemos provecho, do ut des, ya sabes, en esto entras tú, hemos pensado que puedes ser el enlace, hemos acordado la persona que se ha entrevistado conmigo y yo que los contactos los tienen que mantener otros, que un buzón no sirve porque hay que dejar papeles en lugares vulnerables. Por cierto, los ingleses se lo han pensado y, aunque sabes que no se distinguen por su largueza, la cantidad te servirá de ayuda; y no tienes que hacer nada, seguir con tu vida, etc. Esto es lo que te pedí el otro día y que ahora puedo concretar.
Como era de esperar, tal como me había comprometido, no puse ninguna objeción. Don León me dijo que cuando tuviera una cita con el contacto me lo comunicaría por la vía que habíamos acordado, así comemos juntos, o tomamos algo, nos vemos y charlamos un rato, me dijo, y volvió al tema que tanto le preocupaba.
—Me viene muy bien tu ayuda, me sirve para madurar y hacer lo que me propongo —don León acompañaba sus palabras con un gesto en que convivían el pesar y el contento—; pronto volveremos a Madrid; mira que a estas alturas andar recuperando la que era nuestra vida y nunca debería haber dejado de serlo. Pero en aquel momento no supe verlo. Como te he dicho, me cegaron la ambición y el sentido del deber, pero no me percaté del estado de Carmen, porque yo quería más, me atraía el poder, esa agitación que conocerás, que te obliga a estar activo; no es un poder inmediato, como el que experimentan los jefes y gobernantes… es mucho más sutil. Esto no se puede confesar a nadie, no lo hagas; yo lo hago contigo porque estamos en el mismo barco y siempre he confiado en ti (tal como hablaba, casi estaba seguro de que no había llegado a saber nada de nuestro encuentro, el de doña Carmen y yo, tampoco imaginar, sospechar, oler, a no ser que tuviera o hubiera desarrollado una capacidad para el disimulo terriblemente eficaz y fuera tan sibilino que quisiera llevarme a la confesión por un rapto de mala conciencia, de arrepentimiento o debilidad. Pero no: Don León, verdaderamente, me profesaba un cariño más allá de lo que es normal entre jefe y pupilo, entre colaboradores ahora). Supongo que mañana, cuando estemos aquí, quiero decir, nos visitarás alguna vez, no digo de vez en cuando. Eso no levantará sospechas ni será peligroso, has trabajado para mí, incluso —volvió con el tema—no descarto la posibilidad de que colabores conmigo; puedo, podemos, mejor dicho, ofrecerte un lugar cómodo y céntrico donde vivir, no con nosotros, sino en una de las buhardillas, áticos más bien, que hay en la casa, que está libre de inquilinos, piénsalo al menos.
Me halagó la oferta y no sabía cómo rechazarla sin ofenderlo; por mucho que hubiera pasado el tiempo y diera por extinguido el amor que un día sentí por doña Carmen, nunca se me borraría la impronta que dejó en mi cuerpo y en mi espíritu aquella lejana tarde en mi casa del barrio de La Latina. El camarero se dejó ver y don León pidió la cuenta. Nos levantamos, salimos a la Carrera de san Jerónimo, nos despedimos, y don León se dirigió a Sevilla y yo a la Puerta del Sol.
Volví a mi rutina, pasaron los días y no tenía noticias de don León. Sentía una sensación contradictoria: por un lado, deseaba que no me llamara, continuar con mi vida por muy pedestre que fuera; por el otro, me moría de ganas de volver a la acción, no física y arriesgada en los términos que se suele suponer, sino por el atractivo de la intriga. Miraba el buzón por si don León hubiera descartado el teléfono, aunque nada me había dicho de notas o cosas por el estilo.
***
Había cenado con Lucy, el acercamiento era lento, alguien tenía que romper la barrera de la camaradería, del hecho de ser compañeros. La invité a mi casa y aceptó gustosa; puso algún tímido reparo, pero se dejó llevar. La distancia desaconsejaba el paseo, la charla, masticar lo que había de venir; tampoco nuestras economías daban para un taxi. Sin embargo, experimentamos el gozo de la espera, las miradas, las medias sonrisas, el tiempo y el anhelo a lo largo del viaje en metro y autobús. La parada estaba cerca de casa. Anduvimos el corto trayecto, yo con las manos en los bolsillos y ella con la mirada baja, como si se mirara las punteras de los zapatos y eso la ayudara a deshojar la margarita. Llegamos al portal, al ascensor, a la puerta de mi casa. Abres la puerta, franqueas el umbral, entras y sabes, sientes, que no hay vuelta atrás. Te quitas la gabardina, ella el abrigo; encendéis cigarrillos, tomáis la copa que no llega a vaciarse… Y suena el teléfono.
Era don León, como siempre últimamente, la llamada esperada. Me dijo que había llamado con anterioridad. Dónde te metes, me preguntó en tono de broma. Por ahí, cenando, le contesté. Mañana nos vemos, dijo; a las dos. Hasta mañana, le respondí con prisa. Colgué. Miré a Lucy con intensidad y le tomé la mano.
Sobre la imagen: Fotograma de Yellow Submarine (1969), de George Dunning, con música de The Beatles y George Martin. La imagen corresponde a la canción Lucy in the Sky with Diamonds, de John Lennon.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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