
—El caso es que —prosiguió don León— me han hecho una propuesta y he pensado en ti. La propuesta viene de aquí, de no sé qué departamento o cloaca, y podrías encajar como colaborador externo o algo así, yo también, pero ya ves, la edad hace mella y tengo planes que te iré contando. Si aceptas entraremos en detalles, no muchos ni claros, como comprenderás, pero detalles al fin.
Como no podía ni pensaba negarme, le dije que sí, que colaboraría en lo que fuera, sin pensar, por el momento, en beneficios ni riesgos. Don León me dijo que se alegraba mucho de poder contar conmigo y prosiguió:
—No hay nada maduro ni concreto y está pendiente de una nueva entrevista con mi contacto. Si sale como pienso, trabajaremos a dos bandas: con los ingleses y con los de aquí…
—¿Con los de aquí? —no pude evitar cortarle.
—Sí, sí, con los de aquí; hacen lo mismo, supongo, pero con dos jefes.
—Ya, ya —objeté—, pero los ingleses son unos profesionales; los de aquí, como usted dice, y más en este momento tan confuso, seguro que son unos chapuceros y quién sabe cómo acabaríamos. Y en cuanto a cobrar, los británicos son unos tacaños, pero pagan; eso quizá usted no lo tenga en cuenta y lo haga por la relación fraternal que contrajo con Mr High y su círculo, llamémoslo así; por cierto, me di cuenta desde el primer día.
—¿De qué? —don León me miró con estupefacción.
—De su relación, o pertenencia, con algo, los masones, por ejemplo; bien está que utilicen signos para darse a conocer, pero saludarse así… eso lo puede ver cualquiera, y siendo tan secreto y peligroso… En fin, que yo no tengo esos compromisos, menos con esta gente, y de dinero no ando nada boyante, sobre todo desde que dejé de hacer de negro para Mr High, con gusto por mi parte, no lo negaré, y puntualmente pagado, como corresponde. En fin, si hay que hacerlo, hagámoslo; si en el fondo nos gusta.
Don León me dijo que seguiríamos en contacto, que nunca lo debíamos haber perdido, o espaciado. Miró el reloj y me preguntó si había en el barrio un lugar donde comer de forma decente. Le dije que algún bar o tasca había, pero, sabedor de sus gustos castizos, propuse ir a un ventorro que había en la Cruz del Cura donde preparaban un conejo para chuparse los dedos. Pues vamos, me dijo.
Después de andar por caminos y veredas en mal estado, bordear construcciones de aluvión, de las que habían surgido alrededor de Madrid, levantadas por gentes que buscaban trabajo y mejor fortuna, llegamos al ventorro, que no desentonaba con las casas del barrio. Los dueños habían arreglado un patio donde habían plantado unos árboles ralos y un seto que hacía de perímetro junto a un recinto cerrado provisto de media docena de mesas y una barra. Fuera, ante la entrada, unos hombres jugaban a la rana. A lo lejos se veía, solitaria, la estación de Pitis. Todo ese complejo, si se puede nombrar en esos términos, lo había conocido gracias al desprendimiento de mis vecinos de enfrente, gente sociable y amistosa, que habían tomado la carga de adoptarme, porque a su juicio estaba muy solo y eso era demasiado triste. Mis vecinos, un matrimonio de unos cincuenta años, más un hijo y su mujer, me invitaban a sus celebraciones y fiestas, que eran muchas, animadas y divertidas, y las celebraban en el patio de unos parientes, alrededor del cual se levantaban casas precarias levantadas por ellos mismos; unos trabajaban en la construcción y otros se dedicaban a la chatarra. Allí nos sentábamos en corro porque se cantaba y bailaba flamenco, se bebía cerveza, también vino, cuya botella pasaba de mano en mano. Bebíamos a chorro gracias al ingenio de atravesar el tapón de corcho con dos pajas: una servía de pitorro y la otra para introducir aire en el interior de la botella. El tiempo era agradable y nos instalamos fuera, en el patio.
Me preguntó don León cómo me había ido en todo este tiempo y le conté lo que supuse que ya sabía. También el dije que más de una vez había ido a visitarlo, pero nunca estaba en casa.
—Obligaciones, trabajo, sociedad, ya me entiendes, y de esto prefiero no darte detalles, ya sé que lo comprendes; el caso es que me hubiera gustado verte más a menudo —nuevamente sentí el extraño hormigueo, la desazón, el temor de que don León entrara en el asunto de doña Carmen si algo sabía o sospechaba—, pero, en fin, lo comprendo. Tú entonces eras muy joven y seguro que tenías otras cosas que hacer; para los jóvenes las visitas son tediosas y sólo se hacen si se busca o pretende algo, cuando se cree que merece la pena; pero visitar a tu antiguo jefe no es nada atractivo; si no hay algo o alguien que te estimule, acabas por distanciarte hasta desaparecer, es lo normal.
Empecé a pensar que don León no tenía nada que decirme en ese punto, pero volví a ponerme en guardia cuando insinuó, así lo interpreté, el interés que a uno lo puede mover el hecho de visitar; me pareció que me decía: Tú, cuando ibas a mi casa, bien sabías que yo no estaba, ¿por quién ibas entonces?
—Al principio —prosiguió— recuerdo, porque me lo decían, que, como te he dicho, pasabas por casa con frecuencia los fines de semana. Alguna vez, muy pocas, nos vimos y pudimos conversar, y, aunque no era tu enlace, me informabas de tus avances, también en el estudio, pero luego… —apareció la ventera con una frasca de vino, dos vasos y un platillo con aceitunas, momento que aproveché para pensar deprisa en lo que contestaría si acababa por hacer una pregunta directa, después de los rodeos en los que insistía. Enseguida viene el conejo, nos informó—. Pero luego —continuó sin perder el hilo— llegaste a desaparecer. Y no creas que no he pensado en ello —levantó la cabeza y clavó sus ojos en los míos—, ¿y sabes a la conclusión que he llegado? —ahora venía la pregunta o afirmación a la que me vería obligado a responder, a buscar el modo de mentir, de negar, de defenderme y defender a doña Carmen, porque, no me cabía la menor duda, estábamos en el momento culminante de lo que necesariamente tenía que acabar en conflicto, no lo podía ver de otra manera— Pues te lo voy a decir —mi cuerpo se envaró sin yo quererlo y lo debí mirar con ansiedad. Para colmo, don León cogió de la fuente una tajada de conejo que, con habilidad, quien quiera que cocinara, había troceado en pequeñas porciones. Comió, se limpió la boca y bebió un sorbo de vino.
©Alfonso Cebrián Sánchez
Deja una respuesta