Así fue como nos instalamos en una costumbre que duró años. Paquita me hacía sentirme cerca doña Carmen y ella, Paquita, estaba bien conmigo: Acabé la carrera y ya no tenían justificación mis informes y descubrimientos. Los ingleses me pusieron en dique seco y Mr High me introducía en equipos de investigación o directamente me encargaba trabajos con que ganar lo justo para vivir. Por otra parte, me contrataron en una academia donde preparar a opositores y alumnos de Bachillerato. Me mudé del cuchitril de la Latina a un piso pequeño, suficiente para mí, en el barrio del Pilar, un lugar ventilado y luminoso donde dormir. Allí fue donde me buscó y localizó don León Aguirre.
Don León vino a Madrid, a mi casa. Cumplió con la formalidad de pedirme la dirección, aunque era obvio que la conocía; siempre supo por dónde andaba, no era difícil para él averiguarlo. Nunca he llegado a saber si sabía o sospechaba la causa de mi alejamiento, porque una palabra, un gesto, algo que interpretar en su estar con doña Carmen, quizá una frase, una queja… ¿Quién no tiene un mal día?. Había pasado mucho tiempo, años, desde lo nuestro, lo que tuvimos doña Carmen y yo, y hay cosas que no se dicen, que se guardan hasta que llega el momento, o se dicen de pronto, sin pensar: para el que ama el amor lo explica todo, y lo justifica, incluso la traición si viene al caso. Esperé a don León haciendo cábalas sobre el motivo de su visita, en las coartadas si me pidiera explicaciones, tardías en todo caso.
Me había dicho por teléfono que le habían dado mi número, sin aclarar quién, que lo esperara sobre las once de la mañana, puede que la conversación sea larga, me dijo. También que comeríamos juntos, seguro que en tu barrio hay algo que merezca la pena; si no, vamos al centro o a algún pueblo cerca; tú decides. A las once en punto sonó el timbre. Abrí la puerta.
No lo vi ni muy viejo ni más gordo. Se mantenía. Algunas canas y la camisa más ajustada a la cintura. Ya no eres aquel muchacho, me dijo, después de saludarme con un abrazo efusivo y cariñoso que tuvo la virtud de relajarme. No se abraza así a quien te ha traicionado, no debe de ser fácil disimular, no creo que salga, no creo que se pueda evitar el envaramiento delator; y no digamos la voz, falsa de puro impostada. Le dije que el tiempo pasa para todos, que a él lo veía bien. Le ofrecí asiento en un sillón desvencijado que formaba pareja con otro en peor estado, lo mismo que el sofá. Al sentarse y oír el quejido del mueble sonrió de un modo que no supe interpretar. Le ofrecí algo de beber.
—¿Puedes hacer café? No es hora de empezar con otra cosa, dijo.
Desde que me independicé me aficioné al café hecho en casa, siempre con cafetera italiana y recién hecho. Fui a la diminuta cocina y preparé una cafetera. Le pregunté si quería leche y al momento me arrepentí por no recordar que en las ocasiones que habíamos tenido lo había tomado solo y cargado, como cuando lo precedía el aroma del que, recién hecho, Paquita bajaba al despacho, a veces doña Carmen, para que lo tomáramos entre horas y así amenizar el trabajo.
El aroma del café. Hoy, sin embargo, más viejo y reposado, lo disfruto como si lo tuviera presente, y me asalta cuando es Soledad quien lo hace, que, si lo pienso, es como un puente que une mis amores pasados con éste de hoy, tan verdadero como inmerecido. En el fondo soy un tipo con suerte.
—Para acompañar sólo tengo galletas —dije cuando serví el café en las únicas dos tazas blancas de loza.
—Sácalas —dijo con la campechanía que no había abandonado— ¿Qué tal te va? —preguntó sin hacer pausa.
—No me quejo, don León, no me quejo. Hago lo que me gusta, gracias a usted, entre otros.
—Bah, bah, el mérito es tuyo, muchacho; hay que valer y tú vales —dijo.
Todo marchaba bien, nada indicaba que el objeto de su visita fuera la reconvención, reproche o venganza. Pero yo lo miraba y recordaba que hubo un tiempo en que me pasó por la cabeza el deseo de apartarlo de mi camino, incluso matarlo. Cierto que todo fue producto de mi imaginación, de mi lucha quimérica por doña Carmen, que no osé decir ni palabra, ni siquiera cuando estaba solo, que a nadie se lo dije en mi abandono y desesperación. A doña Carmen no la escribí. Las cartas son grandes delatoras, porque el destinatario, a poco que las aprecie, no las destruye y ahí están, deseando encontrar quien las lea. Don León tomó un sorbo de café y carraspeó; sin duda se aprestaba a decirme el objeto de su visita.
Hay que ver lo que transforma el paso de los años, la distancia, los cambios, la presencia. En el tiempo que trabajé para don León me miraba como al joven que era, recién salido de la adolescencia; tenía conmigo una condescendencia paternal, he llegado a pensar que lo vivió como un apolijamiento a tiempo parcial: No eres mi hijo, no vives bajo mi techo ni estás bajo mi tutela, pero te ayudo y protejo como si lo fueras.
—Te he buscado y he venido a tu casa porque tengo que pedirte algo, no algo puntual que comienza y acaba con el acto mismo, o es de breve duración; lo que te pido es permanente, en lo que dure, y exige compromiso, dedicación, incluso riesgo.
—¿Algo relacionado con los ingleses? —pregunté.
—Sí, pero a dos bandas. Hay cambios en la Fundación, no sé si nos acabarán afectando, si no lo han hecho ya. ¿Has notado algo desde la marcha de Mr High?
—Claro, desde que se fue a Chile no me pide trabajos, ni me los recomienda, y me veo apurado; doy clases de refuerzo en una academia para alumnos de Bachiller, seguro que lo sabe.
—Sí, lo sé; pero hay más. Temo que cierren la Fundación. La nueva primera ministra está cambiando las prioridades en el exterior y en eso entramos, más bien salimos, eso temo.
Don León tardaba en ir al grano en contra de su modo de ser y costumbre. Y por eso yo no acababa de estar tranquilo.
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