El traicionado duerme y ella dispone el cuchillo, el veneno o la almohada, aunque eso no sería fácil con don León, corpulento y fuerte; y ella abre la puerta. Y la duda última: en un platillo el amor y el deseo; en el otro, la muerte. Pero eso no se piensa, se hace. Y luego la huida, la escapatoria… poner tierra por medio para acabar perdidos en playas de arenas blancas y cocoteros.
Pero nada me pidió. No me abrió una rendija, una grieta por la que entrar, no tanto a la muerte, dura y definitiva, sino al engaño, a la complicidad de una Paqui que todo lo sabría, que abriría las puertas bien a su pesar. Porque lo más doloroso fue que me dijera que no podía ser, que me conformara y viviera del recuerdo, de lo hecho; que quería a su marido. Pero el que ama no se da por vencido.
En esa lucha me debatía y, lejos de languidecer, entrar en crisis existencial, me centré en mi trabajo y en mis informes, que no pasaban por don León ni persona alguna conocida: los depositaba, con periodicidad irregular aunque convenida, en un apartado de correos. El desempeño o interés mío por centrarme en el estudio y el trabajo dio como resultado que mis semblanzas, retratos, relatos y opiniones crecieran en extensión y creatividad. Sin atender demasiado a la pulcritud y el rigor, me dejaba llevar por el entusiasmo y atribuía a los tipos de quienes informaba caracteres, virtudes, defectos y vicios imaginarios ¿Era una venganza pueril por la falta de doña Carmen? Puede ser. Ahora me pregunto, a la vista del encumbramiento de algunos, si de ello soy de algún modo responsable, por haberles dado, nunca lo sabrán y yo tampoco a ciencia cierta, ese primer empujón que uno recibe y atribuye a su propio mérito.
Obedecí a doña Carmen hasta cierto punto. Cuando tuve ocasión probé a visitarla, bueno, a don León, aunque bien me cuidé de hacerlo cuando él no estaba. Me recibió Paqui con honda seriedad. No me dijo que estuviera sola cuando le pregunté, tampoco excusó a nadie. No me franqueó la entrada y me dijo que ya sabía que don León no solía estar a esas horas, que, si lo quería ver, fuera en días y horas de trabajo. Comprendí que no me invitaría a pasar, que doña Carmen había puesto entre los dos una barrera infranqueable, que no ganaría nada con mantenerme en la puerta. Así que di media vuelta y me fui.
Salí a la calle despechado y con el propósito de no volver, pero ¿y don León? A su vista nada había cambiado para que lo hiciera mi comportamiento. De cumplir con lo que me había dicho Paquita de un modo tan tajante me excusaban mis obligaciones en Madrid, pero eso no obstaba para que pasara a una hora en que me constara que estuviera en casa en sábado por la tarde o festivo. Le diría que había intentado verlo, visitarlo, lo haría responsable de mi maquinación, incluso moralmente: Si hubieras estado en casa, no hubiera pasado lo que ha pasado, diría para mis adentros; yo no soy responsable, lo eres tú con tu descuido. También pensé, y así lo hice en cuanto tuve ocasión, hacerme el encontradizo con Paqui, hablar con ella, interpelarla, con la seguridad de que entre doña Carmen y ella no había secretos y que era sabedora de nuestro encuentro. Sabía (en los sitios pequeños todo se sabe) que a Paquita le gustaba pasear sola a ciertas horas de la tarde: si hacía buen tiempo iba al parque y si no lo hacía por las calles. Me constaba que tenía fama de inabordable y creída por el hecho de estar al lado de doña Carmen, que ahuyentaba a los moscones con indiferencia o palabras enérgicas. Tenía que abordarla, conseguir de ella palabras que me sacaran de la insoportable zozobra.
Aquella tarde Paqui paseaba por el parque. Vestida de calle, arreglada, tenía una notable presencia. No por conocerla tenía yo constancia de la elegancia de su porte. La confianza y la desnudez nos dan una medida pura, libre de artificios, una imagen elemental. Pero una persona, una mujer, luce como una ciudad engalanada cuando se compone con arte. Con Paqui me ocurrió lo contrario de lo que suele pasar: aquella tarde la descubrí vestida, en cierto modo, como si de un día de fiesta mayor se tratara.
Me hice el encontradizo y nos saludamos con la extrañeza que dan los cambios de situación y contexto, además ella, temerosa y airada, interpreté, por el papel que le habíamos asignado, ignorante yo entonces de que Paqui haría por doña Carmen lo que fuera necesario. No quise andar con preámbulos corteses y le pregunté por qué me había dado con la puerta en las narices. Es lo mejor, me dijo, y me recordó que no era la primera vez que me decía que por nada del mundo permitiría a nadie atentar contra la estabilidad de doña Carmen, y tú la tienes fuera de quicio, a ella ya mí ¡A las dos! ¿Cómo te las arreglas, mequetrefe? Tengo orden, aunque no hace falta y lo haría por mí misma, de mantenerte lejos. Si quieres ver al señor, cuando esté; y ya está.
No me pareció que estuviera para bailarle el agua, ni creo que lo hubiera permitido, aunque no por ello desistí. Fue el tiempo el que se encargó de convencerme de que la decisión de doña Carmen era inapelable y poco a poco me fui apartando, también de don León. Pero, cosas de la vida, me quedó el pasar con Paquita, ella y yo, con la certeza de que no había amor entre nosotros sino el gusto de pasar ratos juntos. Porque fue ella, Paquita, quien en sus estancias en Madrid venía a visitarme. «Sé que no me quieres y no me vas a querer —me decía—, pero me queda un consuelo, una compensación, yo a ti tampoco te quiero». «¿Por qué no te emparejas con un hombre, te enamoras, te casas?», le pregunté una vez. «Porque estoy bien así, así tengo lo que quiero, soy como una monja, ellas se casan con Dios y yo lo estoy con doña Carmen, en cierto modo. No echo de menos el amor porque es a ti a quien quiero —dijo jugando con la contradicción—; el caso es que no lo sé, así estoy bien». Le preguntaba por doña Carmen y se le ensombrecía el semblante. «bien, como siempre», contestaba sin ganas aparentes.
Deja una respuesta