La terraza de mi casa y alguna de las ventanas dan al mediodía y cada mañana, no todas, me asomo a contemplar la salida del sol. El paisaje no es de postal: cuatro filas de adosados y, un poco más alejados, dos bloques de viviendas; al fondo, una loma verdeada por vides y olivos, atravesada por el camino de Nambroca. De solsticio a solsticio el sol recorre en su movimiento aparente un tramo de ida y vuelta que representaríamos con una curva sinusoidal o con la circunferencia que define el movimiento rotatorio de un punto móvil a una velocidad constante. Así, visto desde mi atalaya, el sol se va desplazando de derecha a izquierda de invierno a verano y de izquierda a derecha de verano a invierno, de modo que el astro se mueve y yo envejezco; así nos mostramos el paso del tiempo, esa repetición de ciclos vitales y otros fenómenos: sístole diástole, luz, sonido; giro y vibración; mejora y deterioro.
Por eso de los ciclos, al cabo de los años, vuelvo con Baroja, quizá influido por algo que he visto de refilón: la celebración por parte de la RAE del 150 aniversario del nacimiento de tan insigne autor, nunca suficientemente ponderado, a mi juicio. Y todo ello porque cada día visito con mayor frecuencia el Diccionario de tan digna institución; me ocurre lo mismo que el otro día contaba Fernando Aramburu en la columna que publica en El País: se me presentan dudas ortográficas en palabras donde nunca las tuve; también me cuesta recordar lo leído.
Al enfrentarme a los volúmenes de las Obras Completas de Pío Baroja, Segunda Edición publicada en Madrid por Biblioteca Nueva en 1976, me doy cuenta de lo mucho que he leído de él, y, sin nada que justifique la elección, me pongo a releer Camino de perfección. Al avanzar en la lectura, veo que lo disfrutado y aprendido dispone de una celdilla allá por el laberinto de mi memoria; siento que ahora, hoy, mi lectura difiere de la de entonces, eso ya se sabe, y que ahora me fijo más en la disposición que en la peripecia que, con el avance, me vuelve a la memoria porque ha quedado ese poso que dejan los maestros y sus obras. Ese poso es el que emerge transformado en la escritura de uno mismo, aunque no sea consciente de ello, y que se agradece porque no hay por qué renegar de las influencias, huellas que van dejando el tiempo y la lectura. Bienvenidas sean.
Sobre la imagen: fotografía tomada de la página de la RAE dedicada al 150 aniversario del nacimiento de Pío Baroja.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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