Muerto de amor

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Por eso al principio, muy al principio, no dejaba de visitarlas. No llamaba al bufete sino a su casa privada, donde me habían dado entrada, y podía hacerlo con libertad como pupilo que había sido de don León, quien siempre andaba ocupado fuera de casa. Doña Carmen se dejaba ver, aunque me obsequiaba con su presencia con tacañería. Me preguntaba cómo estaba, si progresaba en los estudios, y luego, con indiferencia, afectada pensaba yo, le decía a Paqui que me sirviera algo, para después desaparecer, como si la criada y yo fuéramos novios.

Entonces trataba de sonsacar a Paqui, le preguntaba si iban a Madrid y cuándo, y ella, que sabía que no era por ella, se colocaba entre los dos como un muro inexpugnable. Por otra parte, me decía que no había olvidado nuestros escarceos, me preguntaba si los había olvidado yo, se ponía mimosa, insinuante, como dándome a entender que, como siempre, doña Carmen estaba a lo suyo y nos podíamos buscar las mañas para tener un encuentro, aunque fuera breve, y miraba hacia donde yo sabía que estaba su habitación.

Había momentos en los que me veía como un canalla, desagradecido e infiel, pero en el mismo acto me confortaba pensar que en el amor no hay límites, esos que doña Carmen me impuso cuando mi dedicación fue compensada. En una de mis visitas de fin de semana, Paqui, muy seria, me pidió la dirección y me dijo que el domingo siguiente no me moviera de casa. Ocupaba yo el pequeño piso del barrio de La Latina. El día convenido, a eso de las tres, hora de comer o de dormir la siesta, se presentó en mi casa doña Carmen en persona, vestida, más bien disfrazada, con ropas severas y el cabello recogido: quien la viera la tomaría por mi madre o mi tía. Al ver mi sorpresa y azoramiento, sin preámbulos ni ceremonias me dijo que había venido para colmar lo que yo tanto deseaba y ella también.

Cuántas horas en blanco, cuántos sueños de amor. Te cuentas historias llenas de miradas, insinuaciones, medias palabras: el juego de seducción que desemboca en el abrazo, el beso, el enredo de los cuerpos… Como con Rosa en el campo, el río, olor a vacas y estiércol, el calor, el erotismo que toda ella desprendía, su propio olor. Con doña Carmen había imaginado alcobas sofisticadas, camas con dosel, tabaco, coñac y playas con cocoteros, pero nunca había imaginado que lo nuestro se diera de forma tan descarnada y desprovista de romanticismo. Pero ver a doña Carmen desnuda y con el pelo suelto, entregada y dispuesta sobre mi triste cama, me reconcilió con la vida y colmó mi deseo. Apenas hablamos.

—Tendrás coñac —me preguntó después del primer encuentro; prendió un cigarrillo—. Tenemos toda la tarde.

—Del suyo -le dije sin pasar al tuteo y fui a buscar la botella que había comprado por si se daba el caso.

Nos volvíamos a trabar, pero de ella no salían palabras de amor y yo no sabía cómo decirlas, y cuando pretendí hacerlo me selló los labios con un beso y me dijo: Está bien así.

La tarde se esfumaba, se consumía, y yo me desesperaba porque se iría. Me sentía como un ceniciento sin zapato, un ceniciento que se queda en una casa oscura y pequeña donde se desvanecerá la ilusión de ser un palacio con su reina. Fue entonces, cuando la tarde se hizo noche, cuando me dijo: Ya nos tenemos, ya nos hemos conocido y nos hemos amado: tú tienes lo tuyo y yo lo mío. Ahora, cuando salga, no volveré. Y tú no vengas a mí, no me busques, no me inquietes, te lo ruego. Te deseo, ahora más, pero no quiero que hagamos esto a mi marido, no nos vamos a liar, tú no dejas de ser un chiquillo y yo una mujer casada que te dobla la edad, y, por si fuera poco, le quiero, a mi marido, claro; a ti también, pero está él. No vuelvas por casa como lo has hecho hasta ahora, vas a ver a mi marido, y si no está, te vas. Ahora —y me pareció sorprender una lágrima— nos tenemos que despedir. No seas niño, recuérdame, guarda este momento.

Fui a protestar, a rogarle que no me hiciera eso, que no me dejara cuando apenas había conocido su amor, pero mientras le hablaba se había vestido y salió de la casa sin mirar atrás.

No había ventanas a la calle, era un interior, no la vería alejarse, la detendría. Me vestí a trompicones, bajé a saltos la escalera. Salí a la calle, miré a un lado y a otro, y alcancé a ver a una mujer vestida con ropas severas y el pelo recogido subir a un taxi. Corrí tras él, grité, pero el automóvil aceleró y yo me quedé solo entre la gente, rodeado de miradas entre temerosas y acusatorias.

¿Cumpliría lo que me había pedido? ¿Podría pasar sin ella? A decir verdad, me sentí terriblemente confuso, aturdido y contrariado. Recibí a doña Carmen, gocé con ella, levanté un castillo en el aire, y ella puso entre nosotros un límite, una barrera infranqueable. Pero las barreras están para saltarlas, me dije, y los castillos de altas torres y almenas, para ponerles sitio. Insiste, me decía ese otro interior, ponle cerco, visítala como si tal cosa, nada ha pasado ante los demás ¿Por qué no insistir? Acto seguido esa misma voz ponía ante mis ojos sus razones, las de ella, poderosas si uno respeta a quien ama, y también a quien fue su mentor. No por eso callaba la voz que me hablaba al oído y me decía que la traición tiene pocos amigos y, leve o maligna, corroe al traidor, que aspira, desea, ansía, busca, ambiciona, para después, con tono persuasivo, decirme que yo ansiaba, deseaba y quería a doña Carmen (ni en sueños la llamé por su nombre a secas con la familiaridad que da el hecho de haber yacido juntos) y eso me daba pie a derribar cualquier obstáculo. Ay si ella me lo hubiera pedido, no necesariamente en los términos precisos, no me tenía que haber dicho: “Quiero que le mates”; pero una insinuación, un simple decir: “No puede ser, ya quisiera yo, pero está mi marido por medio”; incluso una leve queja, algo que no por concluyente me hubiera inducido. O decirme: “Yo no puedo, no tengo fuerzas, pero tú…”

Sobre la imagen: ‘Fotograma de Macbeth’, de Roman Polanski (1971)

©Alfonso Cebrián Sánchez

Esta es una obra de ficción. Los hechos y personajes son fruto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

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