No era mi intención apartarme de don León, a quien nunca agradeceré en su medida, más bien lo contrario si se mira bien, los favores que no le pedí; tampoco debo pasar por alto que todo supuso una transacción de la que, supongo, salí ganancioso. Gracias a las maquinaciones con los ingleses, cursé unos estudios que hubieran sido muy gravosos para mi familia en caso de que hubieran podido costearlos, cosa que dudo, sobre todo la estancia en otra ciudad, aunque siempre estaba la posibilidad de trabajar y ganar algo. A cambio, el trabajo que hice con ellos, los ingleses, no fue para mí oneroso ni cansado; al contrario, me pareció divertido: estudiar a profesores y a otros estudiantes y jugar a ser espía sin correr el riesgo que conlleva la exposición, cuando el que husmea tiene que penetrar en lo oculto, defendido previsiblemente, comprar voluntades, correr el riesgo de ser descubierto, y pagar por ello. O llevar una doble vida, como la que mantenía don León, según llegué a saber, porque él sí se exponía: preguntar puede ser arriesgado si el preguntado está en guardia o se cae en la tentación de tirar del carrete cuando la presa no está madura. Eso no me correspondía a mí, que me limitaba a estudiar perfiles y trazarlos con la voluntad de ser preciso, aunque con la convicción de haber mentido o al menos exagerado, pues al fin y al cabo se trataba de contar, y ya se sabe que el que cuenta no se queda corto y tiende a magnificar su relato. En mi favor he de decir que en muchos casos no fui descaminado, y algunos de los que estuvieron en mi punto de mira hoy tienen asiento en la política, en las páginas de opinión de diarios y revistas, y tienen fama de ser influyentes.
Mi alejamiento, si es que lo hubo, tiene más que ver con doña Carmen y la loca pasión que sentía por ella. Hoy diría, aunque no diré, que se trataba del ardor juvenil, del irresistible atractivo que emanaba toda su persona, de su mirada inquisitiva y penetrante, de su voz ronca, de sus andares y apariciones, de su manera de expulsar el humo del tabaco. Téngase en cuenta que ella reunía en su persona, la tenía tan próxima, todas las virtudes de las bellezas inasequibles que veía en la pantalla (esos encantos con los que un joven sueña y no trascienden a la carne) tenían cuerpo y presencia, y encima te interpelaban con una melosidad sobria, que yo interpretaba como atracción y coqueteo. Deseaba a la mujer de mi jefe y protector, soñaba con ella dormido y despierto, y era una diosa cuya divinidad respiraba aire e irradiaba calor corporal. En todo eso me debatía, todo ese desvelo fue captado, interpretado y procesado, como se diría hoy, por la mujer más lista y fiel que he conocido, por una Paquita que se ofreció, no tanto por mis encantos y cualidades personales, tampoco por un amor posesivo, sino por compensar mis ardores de forma vicaria.
Dejé el bufete por los estudios y la provincia por Madrid; el cambio fue grande y abrupto y me costaba habituarme a la colosal dimensión de la urbe. En la facultad, como era normal en aquel tiempo, había una mayoría masculina, aunque diré que en Letras se aventuraban algunas chicas (entonces las llamábamos así; y ellas a nosotros), también en Derecho y Medicina; apenas en las ingenierías y en todo lo perteneciente al campo de las ciencias; la mayoría de los alumnos provenía de familias acomodadas y ajenas a mi clase; aun así, no me hice notar; al contrario, penetré poco a poco y no me faltaron amigos.
Al principio me alojé en la pensión donde había estado don León, por recomendación suya, pero mi habitación, a diferencia de la que él había ocupado, no era individual, la compartía con un muchacho despejado, listo y trabajador, que preparaba oposiciones a juzgados y estudiaba francés. Mi relación con él era buena, pero me faltaba intimidad para manejar mis papeles y elaborar informes, que, para una mente despierta, no se podían confundir con material de estudio. Por otra parte, aunque resultara una pretensión excesiva en aquellos años, yo quería vivir solo y así se lo planteé a don León. Hablaré con los ingleses, me dijo.
Pensaba, cuando se lo pedí, en un apartamento de esos que se veían en las películas americanas, confortable, amplio y luminoso; con la cocina anexa al salón, mueble bar, baño completo, terraza y un gran dormitorio. Me sentía como un pequeño James Bond; también Bond trabajaba al servicio de su Majestad la Reina. En lo que no había caído, porque eso no lo sabía, es que los británicos reales no son nada amigos de dispendios y menos con un colaborador bisoño. Tampoco, entonces, se veía en España el que hoy llamamos “Free Cinema”, con los trabajadores viviendo en casas reducidas y precarias, formando tiras de adosados, tristes y oscuras. Así que me tuve que conformar con un segundo interior, oscuro y mal ventilado, que me proporcionaron a través de persona intermedia.
No sólo quería libertad para trabajar, también para vivir, y no había cosa que anhelara más que disponer de un lugar donde recibir a la mujer (sabía de sus viajes a Madrid) que me quitaba el sueño y para quien no había sustituta, un buen sitio donde pensar en ella con libertad, nombrarla en voz alta, escribirle cartas de amor, que no mandaba ni guardaba, y que iban a la papelera por no comprometerla ni comprometerme.
Sobre la imagen: Sábado noche domingo mañana (fotograma), dirigida por Karel Reisz (1960)
©Alfonso Cebrián Sánchez
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