Don Armando cerró con llave la puerta exterior, cruzó el taller seguido de León, a quien pidió ayuda para mover el banco auxiliar de trabajo situado en la esquina de la sala de encuadernación. Bajo este banco había una trampilla; la levantaron. Don Armando accionó una llave que había en la pared próxima y abajo se iluminó un recinto que llamó ‘el sotanillo’, a donde se accedía con una escalera de mano de madera. La sorpresa de León fue mayúscula cuando bajaron y vio lo que no se hubiera podido imaginar. En el rincón izquierdo había un tabladillo con fondo blanco, un par de focos y una cámara fotográfica sobre un trípode. En el centro, una mesa de escritorio, y en el rincón colateral al de lo que llamaríamos estudio fotográfico, una mesa sobre la que descansaba una minerva adana. Sobre la mesa de escritorio había plantillas de dibujo, papel, tinta, plumas, pinceles, es decir, todo el instrumental necesario para escribir, dibujar y pintar. En principio, todo sugería que era lo necesario para hacer trabajos artesanales. Adosados a las paredes, se podían ver armarios y anaqueles que contenían pliegos de papel de diversos tamaños y calidades, planchas, cajas y otros adminículos para imprimir. Pero lo más sorprendente para León, que se preguntaba por dónde habrían metido todo eso, fue descubrir el nicho perfectamente empotrado en la pared y oculto por el armario, donde estaban apilados documentos, papeles timbrados, papel fotográfico, fotografías, dinero en billetes, pasaportes de diversos países, plumillas, tintas, sellos, tampones y todo adminículo que sirviera para la falsificación.
—Hoy toca dar cobertura legal a una familia francesa —y don Armando proveyó la mesa de pasaportes, salvoconductos, cédulas personales, papeles, tintas y sellos.
Cuando acabaron el trabajo, invirtieron el orden de salida. Después de dejar cada cosa en su sitio, salieron del sotanillo, sacaron la escalera y la apoyaron en la pared donde habitualmente descansaba, cerraron la trampilla y volvieron a colocar en su posición el banco de trabajo. Don Armando fue al fregadero y cogió agua en un cubo. Después pasó una bayeta mojada por el suelo cuidándose de borrar las huellas que había dejado el banco al arrastrarlo. Se despidieron, y salió León primero, no sin haber antes oteado el horizonte desde la ventana.
A la salida, León sintió el aire fresco de la noche. No tenía noción del tiempo que habían estado trabajando y miró el reloj a la luz de una de las tristes farolas. Eran las diez de la noche. Cogió el metro en Pacífico y bajó en Sol. Buscó donde echar un bocado y quitarse la sed con una buena cerveza. En el corto viaje se le difuminaban las personas y las estaciones, que servían de fondo al pensamiento que lo llevaba a considerar el mundo en que se estaba metiendo, mezcla de sueño y juego, adobado con un gran peligro. Le costaba trabajo admitirlo, pero se daba cuenta de la desmesura en que se había instalado el régimen que en su día ayudó a traer con una mezcla de convicción clasista, religiosa y militar. Ahora participaba en lo que consideraba un juego peligroso, un juego en el que había que rodear de misterio y cautela el simple y pedestre hecho de confeccionar papeles falsos para sacar de apuros a personas que nada hubieran tenido que temer en un mundo más abierto. Y el caso es, pensaba, que esto me empieza a gustar y me hace sentir útil. El pensamiento lo llevó a Carmen, que de momento seguía en el Infanta Isabel, aun sabiendo que la reincorporación de Laura Alcoriza la dejaría sin trabajo. Tomó un bocadillo de esos calamares que tanto le gustaban y una cerveza. Con la frugal cena y sus pensamientos, se encaminó despacio hacia la churrería, antes de que acabara la función de noche.
Pasaban los días y el ambiente se templaba, como un barrunto de la primavera. Catalina, no me llores cayó del cartel y con ello Carmen quedó de nuevo disponible. León alternaba la asistencia a clase y el estudio con la vida clandestina y noctámbula. Una tarde de abril, cuando el aroma del aire seco y serrano reemplaza al del carbón de las calefacciones, cuando luce un cielo azul tan intenso que realza el contorno blanco y brillante de las nubes, León y don Florentino caminaban hacia la librería. Llegaron, entraron y, por no faltar a la costumbre, el librero les indicó con un giro de cabeza la puerta de la trastienda. Un hombre con traje y sombrero oteaba las estanterías lo mismo que hacía una joven peinada a lo arriba España. Entraron en la trastienda y allá estaba don Armando, como contertulio fijo, junto a un hombre todavía joven, de unos cuarenta años, esbelto y atildado, que lucía un terno oscuro con finas rayas, muy bien cortado, y unos zapatos lustrados como si el polvo no se atreviera a posarse en ellos. El hombre en cuestión saludó efusivamente a don Florentino, quien se lo presentó a León. El hombre se llamaba Colin High, inglés, estudioso de nuestras lengua y literatura además de todo lo referente a nuestra cultura, incluida la historia. Ostentaba una cátedra de Lenguas Románicas en la Universidad de Oxford, y de tiempo en tiempo disfrutaba de lo que llamaríamos ‘comisiones de servicio’, que invertía en España dedicado a diversos estudios. En este momento, dijo, trabajaba en el texto del Poema de Mio Cid, para lo cual mantenía entrevistas con don Ramón Menéndez Pidal, autoridad indiscutible en la materia, con el objeto de enriquecer sus investigaciones sobre la autoría, el análisis y el comentario de los textos, con el fin último de intentar una posible traducción a su lengua. En la conversación nos planteó la duda que tenía sobre si ‘modernizar’ el idioma del poema o buscar analogías en el inglés antiguo que dieran sentido y equivalencia a ambos textos, respetando el original castellano, y al tiempo trasladar el inglés antiguo a la sintaxis del inglés actual, algo muy complicado cuya dificultad habrá que sopesar, dijo.
Pero León pronto descubrió que Mr. Colin High, de la Universidad de Oxford, no sólo estaba en España siguiendo un plan de estudios, una investigación literaria y bibliográfica, también tenía que ver con los trabajos que se traían entre manos, y de un golpe comprendió de dónde procedían los medios con que contaban, o el dinero para sostener el tinglado. Tampoco fue difícil llegar a esa conclusión, sobre todo cuando el inglés se interesó especialmente por él, por sus estudios y próxima licenciatura, cuando ponderó la virtud de conocer los entresijos de las leyes y normas, así como su aplicación, siempre que el Estado respete esa prevalencia sobre la voluntad y el capricho del poder, como vemos en tantos países, esperemos que por poco tiempo, dijo en un español pulcro y académico, no exento de un acento que pugnaba con nuestras peculiaridades fonéticas.
Sobre la imagen: Poema de Mio Cid (fragmento). Reproducción digital de la edición paleográfica por D. Ramón Menéndez Pidal, Madrid 1961, realizada por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, de la Universidad de Alicante.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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