Don Florentino, que no esperaba una reacción tan airada, comprendió en el acto que se había precipitado, que tenía hacer los cargos y a la vez recular.
—Hombre, yo te hablo desde mi experiencia y la de otros muchos: en este mundo, o se triunfa o se malvive, y ya ves el teatro que hay, claro que tú, y no me malinterpretes, de esto sabes poco ¡Había tanto por hacer! Lorca, Casona, Max Aub; la Barraca, las Misiones Pedagógicas… pero todo se vino al traste, y ahora, comedias con pretensiones de altura, dramas de otro siglo, por no hablar de engendros como los del Infanta Isabel, con el eterno Torrado y la Garcés, que no creas que no le agradezco que haya llamado a Carmencita, pero eso, para una sustitución, como si nadie pudiera meterla en su compañía, y no quiero maliciarme por qué, porque sería lo último…
—¿Por qué, don Florentino?
—Porque, mi querido y joven amigo, a veces no basta el talento para triunfar, y no te digo más.
León se quedó con la palabra en la boca con la aparición de Trini, precedida por el aroma de una generosa tortilla, media barra de pan cortado en rodajas, una botella de vino y el sacacorchos. Que les aproveche, dijo y se fue.
Don Florentino cogió la botella con mimo, la contempló y se la mostró a León. Era un Viña Real de 1931 y no pudo resistir la tentación de establecer la comparación simbólica. Descorchó y dio a probar a León, quien no era lego en estas lides y había aprendido a apreciar los caldos. Después de la ceremonia, sirvió y brindaron.
—Por Carmencita —dijo don Florentino.
—Por ella y sus éxitos —replicó León.
—Y por la victoria —remachó don Florentino.
León aplastó el cigarro en el cenicero y asintió con la cabeza al tiempo que esbozaba una sonrisa ambigua.
Ahora, mi querido León, vamos a dar cuenta de esta tortilla, y del vino, naturalmente; y después salgamos al fresco de la calle y a ver cómo le ha ido a nuestra Carmencita.
***
Suele sorprender, por más que el asunto tenga naturaleza de ley, la facilidad con que uno se adapta a los cambios y acaba haciendo suyo aquello que, en un tiempo no demasiado lejano, consideraba ajeno, lejano y abominable. Quizá por eso el dicho de “Quien te ha visto y quien te ve” y que en el fuero interno lleva a preguntarse: “¿Quién me lo iba a decir?
Los jardines y los balcones habían florecido y la primavera se presentaba con todo su esplendor, cuando, en casa de doña María Flores, don Florentino, Carmen, León y ella misma brindaban con copitas de anís por la muerte de Hitler, la caída de Berlín y la capitulación de Alemania. A Paquita, recién incorporada a la familia, le hicieron una palomita. La noticia fidedigna la trajo el inglés; los periódicos la daban a regañadientes y con cuentagotas, aunque algunas cabeceras fueron cambiando con cautela la línea editorial. León se sentía cada día más vinculado al grupo y también celebraba el final de sus estudios y la pronta incorporación a la profesión, sobre todo por conseguir la independencia de él y de Carmen.
Poco tiempo antes, un par de meses dan mucho de sí, don Florentino le dijo a León Aguirre que estuviera a las cinco de la tarde paseando frente al Museo del Prado. Sé muy puntual, le dijo; también lo será don Armando Centenera, con quien te encontrarás. León dijo que así haría y preguntó para qué.
—Ya lo sabrás —contestó don Florentino—; déjate llevar.
Don Florentino le dijo: Lo verás pasar, pero no lo saludes ni te juntes con él. Andará en una dirección y tú lo seguirás a distancia prudencial; deja que haya alguien entremedias. Él llegará a vuestro destino, abrirá una puerta y entrará; tú no te pares hasta que hayas recorrido treinta o cuarenta metros, entonces aflojas la marcha, miras como si buscaras algo, miras el reloj y, sobre todo, te fijas en si hay alguien, hombre o mujer, parado y mirando por donde ha entrado don Armando, o hacia ti; si no hay nadie que te huela mal, vuelves pasados exactamente cinco minutos. Encontrarás la puerta entreabierta; entras. Tenlo presente, es muy importante, y hazlo como te digo.
A las cinco en punto de la tarde, León, procedente de la Carrera de San Jerónimo, se plantó ante la Puerta de Velázquez. A las cinco y unos segundos, don Armando Centenera pasó ante León con paso ágil, aunque no demasiado rápido; no paseaba, pero tampoco se pudiera decir que tenía prisa como quien va a un punto exacto y quiere llegar cuanto antes. Iba Paseo del Prado abajo, hacia Atocha. León lo seguía con prudencia, guardando la distancia, con personas entremedias, como le había indicado don Florentino. Siguieron por el costado del Botánico, cruzaron la cuesta de Moyano, pasaron ante el Ministerio de Agricultura y cruzaron a la acera de enfrente para tomar la Avenida de Barcelona. Siguieron andando hasta pasar ante los cuarteles de Artillería. León no dejaba de decirse, dónde me llevará este hombre, cuando avistaron una serie de edificios feos y desangelados, con apariencia de ser talleres y almacenes, que se extendían hasta encontrarse con las vías del tren. A la vista de León, don Armando tiró por una calleja, se paró ante un cubículo de ladrillo, de una sola planta y adosado a otros del mismo estilo, cuya puerta parecía recién pintada de color verde muy oscuro. León siguió las instrucciones y traspasó la puerta juntada, que no entreabierta, después de haber comprobado que, a si juicio, no le seguía nadie, a don Armando tampoco, y de dejar pasar cinco minutos. Don Armando estaba solo y lo primero que hizo, después de los saludos, fue felicitarlo por lo bien que lo había hecho, cosa que hizo gracia a un hombre bien entrenado por los avatares de la guerra. Después, con el orgullo propio del padre hacia su criatura, le mostró el taller, todo ello limpio, ordenado y listo para seguir trabajando. El taller estaba distribuido en dos salas: la de impresión y la de encuadernación. En la primera había instaladas dos máquinas planas de un color, dos minervas, las cajas de tipografía y la mesa de pruebas; también había una pila de hojas de impresión que el tiempo iba dando una pátina amarillenta más acusada en los bordes. En un costado del taller se veía un amplio fregadero para las labores de limpieza. En la zona de encuadernación había una mesa larga donde plegar, alzar y coser los libros; y una guillotina para igualar las páginas. El rincón derecho, hacia el fondo, estaba ocupado por una mesa auxiliar para hacer repasos y verificaciones. Cada mesa estaba provista de una bandeja muy baja, con sus aparatos, herramientas, tintas y demás útiles.
Esto parece un sueño, se dijo León, y se preguntó qué clase de fe tenían estos hombres para, con ese empeño, con ese tesón, borrar en lo posible las huellas de la derrota. Don Armando había puesto a punto un taller de imprenta que de momento no servía para nada ¿O sí? Y al momento pensó que quizá todo ello tenía su fin, su aplicación, si no lo más pesado y necesitado de fuerza motriz, sí lo ligero, lo manual, lo artesanal, lo compuesto en las cajas y listo para imprimir en papeles y documentos de uno en uno. Pero don Armando ha pasado por la cárcel y tendrá sus marcas y anotaciones en la ficha, y no debe ser difícil seguirlo, vigilarlo, desbaratar el tinglado. Esto es una temeridad…
Como si don Armando le hubiera leído el pensamiento, le dijo:
—No tema, amigo León; caer siempre es posible, pero tomamos nuestras precauciones, y lo bueno que hay respecto a mí es que no me consideran peligroso. Nada más quedar libre, reanudé mi labor, como si nada: no me dejan abrir ni trabajar, pero no se han incautado de nada; es lo mejor para mi salud, para no trastornarme; lo mejor es venir todos los días después de ganarme el jornal en talleres del ramo, donde me dan trabajo por los viejos tiempos, y por caridad.
»Al principio pasaron alguna vez; o eran muy torpes o no tenían empacho en dejarse ver, hasta que me dejaron en paz. Se dirían: este hombre está chocho, o un poco chalado, o ya le dimos bastante ¿Por qué ocuparse de él? Y la tomarían con otros.
»¿Por qué te lo cuento? Por dos razones: una, porque don Florentino te tiene mucha confianza y aprecio; y la segunda, porque yo ya soy viejo y, supongo que algo sabrás, no tengo muchos alicientes para vivir ¿Qué quiero decir con esto? Que todo lo malo que podía ocurrir ya me ha pasado. Así que si me cogen o me matan no sentiría nada. Bueno, basta de discursos ¡A trabajar!
Sobre la imagen: Fotograma de El hundimiento, dirigida por Oliver Hirschbiegel (2004). Tomada de Pinterest.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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