La encerrona

cedulapersonalMadre1941(2)León Aguirre no se sorprendió cuando Armando Centenera se dirigió a él con estas palabras:

—Dice don Florentino que usted también es un buen dibujante —las cartas y los montoncitos de garbanzos continuaban en su reposo inicial.

—No se me da mal, pero no creo que llegue a la pericia de ese don Ezequiel de quien hablan y a quien tanto añoran —dijo León con intención de poner distancia.

—Don Florentino lo pondera a usted como un auténtico artista —continuó el del bigotito, apelando a la complicidad de don Florentino.

—Ya lo creo —dijo el interpelado—; tanto, que no hace falta ponerlo a prueba, contando con que él consienta —miró al joven León con aire interrogativo.

León Aguirre se sentía incómodo y atrapado, sin que se pudiera hacer idea del porqué, de modo que recurrió a una expresión muy socorrida. Dijo:

—Ustedes dirán.

—¿Podemos hablar claro, don Florentino? —el del bigotito interpeló al autor teatral con el ánimo de abrirse y romper una situación que empezaba a resultar incómoda.

—Hable —dijo don Florentino.

—Don Ezequiel —Armando Centenera anudó las manos con actitud clerical— no sólo copiaba portadas, páginas y grabados, como habrá comprendido; también copiaba pasaportes, cédulas de identidad, salvoconductos y cualquier tipo de documento.

—Falsificaba, será más preciso —dijo León Aguirre un poco envarado.

—Falsificaba, en efecto —terció don Florentino.

—Y ahora pretenden que sea yo el continuador de su obra, ¿se puede saber por qué?

—Porque confío… confiamos en usted —contestó don Florentino con solemne seriedad.

—¿Por qué en mí? Si yo soy… bueno… ya saben…

—Precisamente, mi querido León —don Florentino apeló a la complicidad que da la cercanía.

—Precisamente… claro… pero esto será cosa de usted, sólo de usted, ¿verdad?

—Claro, hijo; nadie más tiene que ver con esto, y menos quien usted insinúa, le doy mi palabra.

—No se puede hacer ni idea de la gente que necesita de nuestro oficio —dijo Luciano Barroso—; salen del país y salvan la vida.

—O entran y se pueden mover con relativa libertad —apostilló Lorenzo Barrios.

—Pero yo… Ay, Dios mío, ¿qué me está pasando? ¡Esto es una encerrona, don Florentino!

—Claro que lo es, pero para bien —remachó don Florentino—. No podemos parar y sólo lo tenemos a usted. Nos hemos puesto en sus manos; si ahora sale de aquí y nos denuncia, estamos perdidos, nosotros y mucha gente; eso nos jugamos.

—Pero ¿por qué? —el tono de León revelaba una angustia creciente.

—¿Por qué? —don Florentino se puso muy serio—Porque somos necesarios ¿Pero no se entera de lo que pasa? Ah, claro, el miedo y el odio a los comunistas les ciega, no les deja ver que hay muchísimas personas que no han hecho nada a nadie, que molestan por el simple hecho de existir ¿Sabe a cuántos judíos hemos ayudado a salir hacia Méjico o Argentina? Y esos, se lo aseguro, no eran comunistas; y qué si lo fueran… ¿Sabe qué es un filántropo? Lo dice la propia palabra ¿Entendería que se persiguiera a un filántropo? Pues en esta Europa de grito, gesticulación y crimen se los persigue, encarcela y mata ¿Por qué? Por hacer lo que mejor uno puede hacer. Así que no sigo más y termino. Si usted sale por esa puerta, pensaré que nos va a denunciar y estaremos perdidos, como le he dicho; si se queda, se pondrá manos a la obra, que tenemos faena atrasada. Somos cinco y usted es uno, pero no tiene nada que temer. Usted verá.

Ni que decir tiene que León Aguirre sintió la encerrona como una tenaza en la no sólo contaba la presión inapelable de los presentes: en todo este asunto, por más que don Florentino prometiera, y seguro que no mentía, estaba Carmen Rivas presente y sobre el tablero. Don Florentino había apostado fuerte, había jugado con todo, había lanzado un órdago y León, que no tenía nada de jugador, temía entrar en el juego. Ni por asomo les traicionaría, pero no veía el porqué de comprometerse con gente a la que había combatido recientemente en una guerra de la cual, de las razones que con tanta seguridad esgrimieron tanto él como los de su familia y clase, empezaba a dudar merced a las invocaciones de don Florentino y a lo que él mismo veía en su experiencia diaria: tanta hambre y miseria ¿Merecían los españoles pagar tal tributo? Y luego el amor, por nada del mundo permitiría que lo frustrara una decisión equivocada ¿Qué hacer? ¿Cómo ganar tiempo?

©Alfonso Cebrián Sánchez

Esta es una obra de ficción. Los hechos y personajes son fruto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
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