Hacía frío en la librería. Accedieron a la trastienda por una puerta lateral situada al fondo, a la izquierda. Ante ellos se abrió una sala grande y mal iluminada, salvo por la luz de la bombilla, enroscada a un ladrón, que caía sobre una mesa camilla de mayor diámetro que la de los niños. Alrededor de ésta estaban sentados dos hombres jóvenes y uno de mediana edad; los jóvenes vestían una indumentaria de la que hoy llamaríamos informal: pantalones de pana y jerséis de lana de colores crudos, que entonces denotaban a personas dedicadas a trabajos de fuerza o habilidad, obreros metalúrgicos o de algún taller; el de mediana edad, mantenía con fijador el peinado hacia atrás, tenía amplias y profundas entradas y portaba un traje que a simple vista parecía nuevo, pero luego, a medida que uno se fijaba, sorprendía hábiles zurcidos y disimulados brillos de roce y plancha. Este hombre tenía el cabello castaño claro y lucía un bigote recortado y recto; los jóvenes eran morenos, uno fuerte y el otro enjuto, sin que diera sensación de debilidad.
Don Florentino fue haciendo las presentaciones. Habló de León Aguirre como una futura lumbrera del foro y los tribunales y después, uno a uno, fue presentando a los circunstantes, que se habían puesto de pie para saludar al desconocido.
—don Armando Centenera —dijo señalando al mayor, al del fino bigote, experto impresor y editor; hoy, así es la vida, retirado y dedicado a otros menesteres. Al más enjuto de los jóvenes lo presentó como Lorenzo Barrios y al otro joven como Luciano Barroso, ambos empleados en la industria papelera. Don Florentino ocupó el lugar del cuarto jugador al tiempo que Barroso acercó una silla entre la de don Florentino y la suya para que León siguiera los lances del juego.
—No merece la pena que le expliquemos ahora las reglas del juego —dijo don Armando—; usted preste atención y, entre juego y juego, pregunte; aunque si estuviera aquí don Ezequiel Carrasco, se las hubiera explicado de pe a pa, con su eterno afán didáctico.
—Ay, don Ezequiel, pobre, cómo se fue consumiendo —apuntó don Florentino.
—Y no haber podido hacer nada —terció Lorenzo Barrios.
León seguía la conversación como si lo hiciera con los lances de la partida, prestaba atención, pero no se enteraba de nada. Don Florentino se sintió en la obligación de ponerlo al corriente.
—Don Ezequiel, mi querido León, disfrutaba de la misma habilidad que usted, era un gran dibujante y calígrafo; también, todo hay que decirlo, algo falsificador, sin propósitos delictivos, por supuesto. He visto cómo se ha fijado en los ejemplares de las vitrinas; pues son falsos, son obra de don Ezequiel —León hizo un gesto de sorpresa—. No, no tema, los ejemplares auténticos están a buen recaudo, aquí en la librería, pero en la vitrina, como en las charcuterías donde los lomos y jamones del escaparate son de escayola, aquí son copias, muy buenas, pero copias; los originales, dentro. Ay, cómo echamos de menos a don Ezequiel.
León Aguirre era lo suficientemente perspicaz como para sospechar que la añoranza de don Ezequiel llevaría a la comparación o equiparación entre ambos, y no faltaría el impulso de don Florentino para pedirle que probara con alguna de las portadas o ilustraciones, y esto implicaría trabajar con planchas y tipos de igual o parecido formato, lo cual excedía su buena maña. Dada la deriva de la conversación, pensó que su habilidad lo colocaba como sustituto de don Ezequiel ¿Hasta dónde llegaría el pretendido provecho de sus habilidades?
En esas estaban los cinco cuando se abrió la puerta que daba a la librería, por la cual apareció un hombre que aparentaba unos treinta y cinco años, vestido de sacerdote y luciendo una muy bien trazada tonsura que daba constancia de un pelo fuerte, abundante y negro.
—Buenas tardes, no me entretengo, tengo mucha prisa —dijo sin pararse, y cruzó la estancia en diagonal hasta alcanzar otra puerta que abrió y desapareció tras ella.
No habían tenido tiempo de retomar la conversación, salvo el sutil intercambio de sonrisas que no pasó desapercibido a León, cuando el cura reapareció vestido con traje, corbata, abrigo y sombrero, en distintas combinaciones del gris. Con la misma prisa con la que entró, se despidió con un parco “buenas tardes”.
Sobre la imagen: El sueño de la razón produce monstruos, Francisco de Goya, 1797
©Alfonso Cebrián Sánchez
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