La librería

Librería de viejoLa tarde estaba fría aunque no desapacible. La librería estaba en la calle Hartzenbusch y los hombres fueron callejeando Fuencarral arriba. Habían salido con tiempo.

Llegados a la Glorieta de Bilbao, don Florentino señaló el Comercial y dijo:

—Vamos a entrar. Tienen café del bueno y se está calentito. Le convido.

Entraron y don Florentino fue saludando, mesa a mesa, a varios de los circunstantes, a quienes preguntaba por la vida y esas cosas.

Al fondo, a la izquierda, bajo uno de los enormes espejos y a la luz de la tarde que penetraba por los amplios ventanales, estaba sentado un hombre enjuto y pequeño. Aparentaba la edad de don Florentino y tenía una cabeza notable si nos fijamos en un cabello duro, abundante, rizado, veteado de canas, partido en dos por la raya; perilla puntiaguda y engominadas las guías de un bigote profuso; su aspecto era el de un hombre del XVII. Don Florentino lo presentó como Julio Sánchez Acuña, autor teatral, y a León Aguirre como jurisconsulto y una de las grandes promesas para la patria que queremos, dijo, y pidió café con leche para los dos. Ambos, sin reparar en el joven León, se enzarzaron en la eterna discusión sobre la penuria intelectual de nuestro teatro, tan alejado de aquel que soñamos, decían. El llamado Julio Sánchez Acuña estiraba el café con leche y de vez en cuando mojaba un pedazo de pan que sacaba del bolsillo. Cuando el reloj de la sala marcaba las seis menos cuarto, don Florentino llamó al camarero, pagó los cafés, también el de Sánchez Acuña, quien agradeció el detalle con un punto de pudor. Nos vamos, dijo don Florentino, y se despidieron del portador de tan notable cabeza.

La gente de la librería se reunía a las seis en punto, y un par de minutos antes, estaban ante la puerta. La noche se les venía encima.

La librería tenía una puerta central acristalada y dos vitrinas, una a cada lado. En la de la izquierda se exhibía un ejemplar del Tomo III del Quijote, de los mil quinientos editados por Gabriel de Sancha en la edición de 1797, abierto por la página ilustrada por la imagen de la lucha de don Quijote con los pellejos, y un manuscrito de La vida es sueño, datado en 1763, a cuyo lado una nota escrita con letra cursiva inglesa decía: “Datada en Barcelona Carlos Sepera, Calle de la librería véndese en su casa, calle de la Paja en la imprenta Francisco Sucrié (1763)”. En la vitrina de la derecha, un ejemplar de El burlador de Sevilla, Editorial Hernando, Madrid 1926, y una curiosa edición de la zarzuela Don juan Tenorio, de José Zorrilla, con música del maestro Don Nicolás Manent, edición de 1877. Dos grandes puertas de madera, abiertas en libro, aseguraban el cierre del local.

La librería era profunda y estrecha. Dos lámparas con pantalla colgaban del techo y envolvían el local de una luz cálida, aunque escasa. A la derecha había un pequeño mostrador al que seguía, hasta el fondo, una larga estantería repleta de libros con aspecto antiguo, debidamente encuadernados, con lomos y tapas de piel o de imitación. Entre el mostrador y la estantería de la derecha, había una mesa camilla donde, sentados a su alrededor, un niño de unos ocho años, rubio y con el pelo rizado, y una niña de catorce, de grandes ojos oscuros y mirada intensa, leían tebeos al amor del brasero. A la izquierda estaban instaladas lo que llamaríamos tres filas de estanterías, dos en el centro y la otra adosada a la pared, estructuradas en bastidores verticales que daban cabida a unos estantes de ochenta centímetros. Ahí alternaban las ediciones en papel y rústica, y había una sección de libros y revistas nuevos, aunque la mayoría usados preparados para la reventa. Entre las filas de la derecha y la de enfrente, el visitante o comprador podía mirar, hojear y manosear un batiburrillo de libros, revistas y tebeos, listos para la venta o el alquiler.  El librero, el hombre que estaba tras el mostrador, valoraba y restauraba aquellos libros que, según su criterio, merecían tal trabajo.

El librero era moreno, delgado, aunque no alto, de nariz grande y recta, cubierto con una boina negra y un guardapolvo gris que dejaba ver una camisa blanca de cuello postizo y una corbata granate con pequeños lunares blancos, y los bajos de unos pantalones anchos con dobladillo, a la manera de los llamados chanchullo, de moda veinte años antes. El hombre calzaba unos zapatos negros bien lustrados y respondía al nombre de Eugenio Suárez.

Hechos los saludos y presentaciones, el librero señaló con la cabeza lo que sería la trastienda como una indicación para que pasaran.

—Por aquí —dijo don Florentino—. Y se dirigieron a la trastienda, no sin que el joven León tomara buena nota mental de los ejemplares que había visto en las vitrinas y pensara en la habilidad de que disfrutaba, recientemente descubierta por don Florentino, para el dibujo y la reproducción, por no hablar de su excelsa caligrafía. En cuántas ocasiones lo había requerido su padre, como obsequio a clientes muy especiales, para que generara documentos manuscritos y adornados por mano tan hábil. Él era capaz de reproducir con toda fidelidad cualquier carátula por historiada que estuviera e imitar cualquier documento o firma. Y pensó que no era casualidad que don Florentino lo hubiera invitado a esa librería y a esa partida de mus, y recordó el interés con que don Florentino apreció su retrato de Carmen.

©Alfonso Cebrián Sánchez

Esta es una obra de ficción. Los hechos y personajes son fruto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

6 respuestas a “La librería”

  1. «La librería» me ha tocado especialmente el corazón. Gracias, Alfonso. Un abrazo.

    1. Si no me equivoco, vienes de tradición librera, y esos pedazos de vida tienen que estar muy arraigados en el corazón. Me alegro de tocar tu corazón para bien. Un abrazo fuerte, querida amiga.

  2. Qué librería tan bella, me imagino leyendo en ella, Alfonso. Un abrazo grande, grande.

    1. Ya lo estás haciendo. Gracias, linda María. Un fuerte abrazo.

    1. Con los niños. No he podido (ni querido) evitar la tentación de introducir una estampa tan tierna.

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