La partida de mus

236-El-mus-Musean-jokatzen-Poco después de iniciar la marcha, don Florentino pretextó que tenía que acudir junto a su madre, a quien había dejado algo indispuesta, y los dejó solos.

De poco sirvieron las tablas y el estrado. Tras la retirada de don Florentino, los jóvenes andaban en silencio por las calles recién regadas y sólo se oían sus pasos acompasados, si acaso más lentos, junto a alguna palmada lejana llamando al sereno y la contestación de éste a golpe de chuzo y castañeteo de llaves. En ese silencio, no se percibía lo que cada uno notaba: el agitado respirar y la aceleración del pulso.

Ya han alcanzado la calle Farmacia y están a punto de llegar a Fuencarral. A León se le acelera más el pulso si cabe, y, al sentir la proximidad de la casa y el final del paseo, musita, balbucea, algo así: Yo no voy al teatro por el teatro, si le soy sincero, antes ni siquiera me gustaba. Entonces, por qué viene, pregunta ella. Por usted, contesta él. Porque me gusta verla, porque pienso en usted, porque… Por qué, pregunta ella tratando de disimular la emoción. Porque la quiero; ya está dicho. El joven León, que ha dicho esto sin dejar de andar ni mirar al frente, se detiene, ella también, la toma del brazo izquierdo y la mira de frente. Qué cosas tiene, dice ella sin apartar la mirada y deja escapar un tenue suspiro que transporta al joven al séptimo cielo.

Siguen parados, como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor. León le coge el otro brazo y se aproxima a ella hasta quedar pegados y sentirse la respiración. El chuzo del sereno rompe el embrujo del amor que empieza a nacer. Reemprenden la marcha. La mano de Carmen se cuelga del brazo del joven León como si fuera un sello, una promesa de amor.

Llegados a este punto, y por indicación precisa del mismo Cosme Vidal, a quien el autor da a leer los borradores para que los comente, indique, añada y corrija, no nos explayaremos con los escarceos, efusiones y actos amorosos que vivieron y disfrutaron aquellos a quienes llamaremos novios; sin embargo, acabaremos de contar, aunque no con pelos y señales, los hechos que se explican y que llamamos los porqués de don León.

Ni que decir tiene que la novedad agradó enormemente a don Florentino: todo iba sobre ruedas y ahora tocaba hacer que madurara la relación. Además, por otra parte, ahora el joven León era más asequible y estaría más propicio para que se cumplieran sus planes. Definitivamente, lo llevaría a la librería.

Se lo dijo de sopetón. «Quiero que venga conmigo a un lugar donde se reúnen unos amigos, ¿sabe usted jugar al mus?» El joven León no tenía idea ni afición alguna a los juegos de mesa: ni siquiera participaba en las timbas que se organizaban en las salas o tiendas de oficiales cuando pasó por el Ejército. No le encontraba ningún aliciente al hecho de sentarse alrededor de una mesa presidida por una botella de Fundador y otra de Chinchón, el cenicero repleto y el suelo sembrado de colillas y escupitajos. Para él una cosa era la guerra y otra la más soez brutalidad ¿Qué España era esa? Por eso no pudo disimular un respingo cuando don Florentino lo invitó. Pero no quería desairarlo, menos ahora que había pasado a ser una especie de futuro suegro, y por ello se mostró dispuesto y complacido. «Me tendrán que enseñar —dijo—, porque yo con el naipe… a duras penas reconozco los palos y el valor de las figuras… pero los juegos…»

—Bueno, usted mira y aprende; tengo un interés especial en que juegue con nosotros; ya verá cómo acaba gustándole.

Sobre la imagen: El mus, Javier Ciga, 1925-1930

©Alfonso Cebrián Sánchez

Esta es una obra de ficción. Los hechos y personajes son fruto de la imaginación del autor. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
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