Don Florentino y el joven León están sentados en sendos sillones de orejas alrededor de una mesa camilla que ocupa el centro de un gabinete atiborrado de libros y revistas, con iluminación escasa y con un aire impregnado de olor a papel viejo. La botella de Terry, con su redecilla dorada, da aire de calidad a un coñac seco y duro para el paladar en el primer contacto; agradable después a medida que se le coge costumbre.
—¿Qué opina de la situación? —don Florentino tira de ambigüedad.
—¿Qué situación? —contesta sorprendido León Aguirre tratando de acertar la dirección de la pregunta.
—La europea, la que se espera una vez que acabe la guerra, cuando se dé del todo la derrota de Hitler.
León Aguirre, que esperaba otro tipo de pregunta, se muestra perplejo; ni por asomo se la había ocurrido que don Florentino atacara un tema como ese. León Aguirre, en su fuero interno y quizá guiado por los ardores juveniles de sus antiguos compañeros de milicia y los actuales del SEU, había esperado, sin poner demasiado énfasis, una victoria del Eje que pusiera en su sitio a propios y extraños, aunque en las últimas visitas que hacía a sus padres, no le había pasado por alto la prudencia con que éste se conducía en los últimos tiempos, así como el progresivo distanciamiento con el Gobernador Civil, fijo en visitas y tertulias.
—Algo parece que cambiará, don Florentino, aunque habrá que ser prudente…
—¿Prudente? La traigo a mi cueva, al fondo de mi cueva, ¿y me pide prudencia?… Pues le diré que ha llegado la hora; y si se lo digo es porque le aprecio y también su valía; sería una pena que se perdiera con esta carcunda. Por eso le pregunto.
Con las palabras apasionadas de don Florentino, aumentan la sorpresa y el temor de León Aguirre, sin embargo, y esto le sorprende, no reacciona como se esperaría de él, un caballero alférez provisional, licenciado del Ejército para mejor servir a la patria desde el estrado. No sólo no se enfada ni enfurece, tampoco se ve en la necesidad de hacer callar al enemigo y mucho menos denunciarlo a las autoridades. Como un relámpago se le presenta la imagen de Carmencita junto a don Florentino, como un venerable bienhechor, y siente que por lo que sea, tiempo habrá de comprenderlo, tiene que estar a su lado y no defraudarles.
Más adelante, rememorando este episodio, se diría que los arcanos del amor, como tales, son insondables, mueven montañas y cambian al más pintado.
***
Don Florentino pensó que hay que favorecer al amor, regarlo como a una planta, alimentarlo como a un bebé. Por ello, consideró que la tertulia era un lugar concurrido y ambiguo donde, aparte del lenguaje de los ojos, el hablado no tenía opción de discurrir, ni siquiera para iniciar un modesto tanteo. Una noche en la que, como en tantas, tomaban un café o un carajillo en la churrería próxima al Infanta Isabel (Carmencita participaba en la representación de Catalina, no me llores, de Enrique Suárez de Leza. Isabelita Garcés la había llamado con urgencia para que sustituyera a Laura Alcoriza, enferma y postrada en cama), donde despellejaban en voz baja a los autores, divas y divos consagrados por el Régimen y la crítica del momento, y se quejaban de sus modos y exigencias, y al tiempo evocaban en voz más baja todavía lo que para ellos fueron tiempos mejores, don Florentino, al término de la sesión, pidió al joven León que los acompañara, a él y a Carmencita, en la retirada hacia San Vicente Ferrer; andarían por las calles desiertas, a esa hora dominio de serenos y de los de la Brigadilla, y seguirían conversando hasta dejar a Carmencita a la puerta de su casa.
Sobre la imagen: Portada del teatro Infanta Isabel, Madrid.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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