Poco más hablaron don León y Manuela Freire. Fueron ellos quienes dejaron la conversación en suspenso con el argumento de que tenían que hacer consultas para dar por buena la relación y establecer en su caso el procedimiento a seguir. Concertaron una cita para pasados diez días a la misma hora. La casa les pareció bien: un hombre y una mujer no levantan en los vecinos más sospechas que las consabidas.
Muy mal deben andar para recurrir a nosotros, se dijo don León mientras conducía hacia el palacete. A Mr Fox, una vez en el despacho, le dijo la verdad. Mr Fox seguía con el eterno habano entre los dedos.
—¿Cómo lo interpreta? —preguntó el inglés.
—Creo que hay una gran desconfianza entre ellos, los diversos servicios, me refiero —contestó don León—. Ocurre en todas las transiciones.
—Parece una interpretación razonable, nada nuevo y que no sepamos, por otra parte —Mr Fox miró a don León como si le preguntará: Y qué más—. Haremos una cosa —dijo con determinación fingida—: acudiremos a la cita y le ofreceremos información, acceso a la que tenemos, o algo así, seleccionada previamente, como es natural.
Don León, en principio, había pensado ofrecer apoyo material, colaborar con algún agente, incluso utilizarlo para llegar al fondo de lo que fuera que representaba Manuela, pero decidió callárselo porque tenía sus propios planes. Llamaría a Cosme Vidal y, si no acudía, lo asaltaría en plena investigación, en alguno de los archivos que frecuentaba, para ponerlo al corriente y pedirle ayuda. Hablaría también con su círculo —a Cosme no consiguió interesarlo—y así lograr su apoyo en un asunto que consideraba de notable importancia: si los ingleses no entraban en el fondo, ellos sí.
Como había previsto, los ingleses querían saber y, al contrario de lo que sucediera en tiempos anteriores, con eso les bastaba, incluso se podía afirmar que la información únicamente les interesaba para estar en buena posición. Así que habló con sus amigos del círculo, con quienes mantenía una relación fraternal, y obtuvo permiso para proceder con libertad contando con su apoyo, eso sí, como siempre, velando su actividad y relación al ojo ajeno. En conclusión, decidió confirmar sus sospechas sobre el cometido de Manuela y, si estás se cumplían, ofrecerle su colaboración. Ahora tocaba convencer a Cosme para que lo acompañara en semejante aventura.
¿Qué necesidad tenía don León de hacer todo esto? Habrá que remontarse a su tiempo de estudiante y a los comienzos de su relación con doña Carmen y la gente de la farándula. Porque en el aburrido, asolado y hambriento Madrid de los años cuarenta y cincuenta había una clase pobre y menesterosa, aunque divertida y alegre hasta donde se pudiera llegar.
El comienzo fue de lo más normal: un compañero de pensión ejercía de meritorio en diversas compañías y a veces le proporcionaba alguna de las entradas de las que se repartían para hacer bulto. A la salida, algunas noches, hacían una pequeña tertulia antes de retirarse a descansar, y allí estaba Carmen Rivas, tan soberbiamente elegante, digna y madura, a pesar de su juventud. Y junto a ella, como padre o protector, don Florentino Aguilera, erudito, autor de tragedias, farsas, dramas y comedias, algún sainete y libretos para el género chico. Don Florentino tuvo su momento con el auge de las vanguardias, incluso, durante la República, participó en los proyectos de Rivas Cherif y colaboró con alguna obrita con el llamado “teatro de urgencia”, pero, con la caída de Madrid, su teatro no se volvió a representar y encima tuvo que agradecer la intervención de un autor afamado, que respondió por él y así no lo declararon desafecto.
Sobre la imagen: Entierro de Marquina. Imagen tomada de «Treinta años de teatro de la derecha», de José Monleón. Publicada por entregas en la revista Triunfo entre febrero y marzo de 1970.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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