—Ah, doña Carmen, una auténtica diosa, creo que me quedo corto cuando escribo. No sabría decirle si es por timidez o respeto; también puede ser por lo que llamaría decoro literario: no quiero caer en la desmesura.
Insistí y le pregunté qué recorrido tuvo su relación, si es que la hubo.
—Ay, mi querido novelista —me contestó—, ustedes los escritores lo quieren saber todo, y no siempre puede ser así. Usted me dirá que su curiosidad es la de los lectores, pero permítame que me reserve y no le resuelva la duda; de todos modos, siempre queda la imaginación y atar cabos. Así que lea, interprete y descubra. Pero no le quiero dar lecciones, Dios me libre.
Sentí una sensación contradictoria al escuchar sus palabras, me avergonzó su discreción frente a mi curiosidad, pero, por otra parte, me molestó la reconvención que llevaba implícita su discurso; al fin y al cabo, si pretendía que trabajara sobre sus escritos, debería saberlo todo, por muy íntimo que fuera. Traté de aclarar mi pregunta.
—Vuelvo a pedirle perdón. No me mueve el morbo sino la necesidad de información para dar continuidad al relato, aunque los hechos en sí no aparezcan en el texto —mentí sin ningún pudor: en el fondo quería saber, simplemente saber.
—Le entiendo mi querido autor —me dijo con paciencia—, perdóneme usted a mí. Espero que entienda que, si nada he relatado, es que tampoco hay mucho que contar, o que quiera contar. Pero hablamos de doña Carmen y sí quiero que sepa lo que sentí, por más que los sentimientos son muy difíciles de expresar: imagine a la señora de Guermantes, y a mí a la busca de su sonrisa.
»Le he dicho que doña Carmen era una diosa, no solo para mí sino para cualquiera que se viera dentro de su aura, que era de mucho alcance y muy potente. Cuando paseaba por las calles de la ciudad, los hombres y las mujeres volvían la mirada a su paso, no tanto con una admiración lerda, si no con respeto y cohibición, tal era su magnetismo. Ella los miraba de frente y les hacía bajar la cabeza. Como podrá comprender, si tal era el efecto que causaba en las gentes, cuál iba a ser el que ejercía sobre mí, un mozalbete que se creía avezado en las lides amorosas, pero en el fondo, tierno e inexperto, que respiraba su aire y la veía en su propio terreno. Soñaba despierto con ella, tan pronto me imaginaba conduciendo un automóvil, descapotable naturalmente, y ella a mi lado, el cabello al vuelo, y las puntas de su pañuelo. Y, cómo no, el alboroto del sexo, los besos, las lenguas, las humedades, los sentidos inflamados… Ella, como amante y maestra, y yo a su merced.
Me enterneció la exaltación creciente de un Cosme vivificado por el recuerdo. Con especial delicadeza le pregunté:
—¿Volveré a saber de ella por sus escritos?
—Sí —me contestó—, reaparece en varios pasajes, hasta su… ¡Caray! No me tire de la lengua; tenga paciencia y lea.
Entendí que nada más me iba a contar, así que cambié de tema.
Sobre la imagen: Élisabeth Greffulhe, musa de Marcel Proust.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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