Con este pasaje, Cosme Vidal establece un corte brusco en sus manuscritos. El que está marcado como siguiente en orden y fecha nos remite a otro tiempo, con un salto temporal de años donde nos encontramos con un Cosme Vidal más hecho, adulto y situado. Habrá que esperar, leer con paciencia el manuscrito siguiente por si nos remitiera a un tiempo anterior del que en principio no tenemos constancia.
Sobre lo leído, me dice Carmela, Cosme se va construyendo como un pícaro de buena familia a quien sonríe la suerte. Por otra parte, aunque no lo dice, debió ser un joven con ese encanto del que sólo disfrutan quienes no tienen conciencia de tenerlo, que por ello no caen en una pedantería chulesca, y por eso los quieren quienes andan a su alrededor. No se le da mal contar, me dice con intención (aunque no me sorprenden sus pullas, son moneda común), y no sé si te habrás dado cuenta, pero se nos va independizando: al final apenas habla de la familia.
—Tienes que decirle algo —Carmela me señala una nota marginal que ha escrito a lápiz.
Le pregunto qué le tengo que decir, y me contesta:
—El tiempo, mi amor, el tiempo. Según leemos, tiene diecisiete años recién cumplidos cuando empieza a trabajar en el bufete y cuando le hacen la oferta tiene veinte, no sé si te has dado cuenta —le digo que sí con los ojos—. Sin embargo, lo que le ocurre parece ir todo seguido y han pasado tres años ¿Qué te parece?
—Que Cosme no ha estado pendiente de esos detalles o lo ha hecho aposta. Fíjate, si me apuras, tiene su mérito. Si habláramos de un Joyce o un Proust, ya nos encargaríamos de hacer un tanteo para averiguar la secuencia; en cualquier caso, diríamos que la literatura tiene la magia de condensar el tiempo y el espacio, y lo escrito, en primera persona, responde al loco discurrir del pensamiento sin que éste se tenga que someter a la atadura convencional de la secuenciación: Cosme, entiendo, no pretende, como Cortázar, contar una historia de acá y de allá y otra paralela y opcional en la que se proponen de forma paródica los fundamentos teóricos del relato. Cosme cuenta y ya está.
—¿Y qué haces tú ahora mismo?… Anda díselo.
Me pareció muy interesante, empero, la observación de Carmela y yo a mi vez le pregunté:
—¿Qué te parece si le digo que hay que ampliar los puntos de vista?
—¿Cómo?
—Transformando el texto, interviniendo yo, bueno, el autor, pasando a la tercera persona.
—Ya, pero, creo que deliberadamente, Cosme adopta la forma de la novela picaresca, y eso tiene su encanto. Habrá que decírselo, leer los nuevos textos y hacer lo que más convenga. Depende también de los nuevos personajes, del interés que tengan sus vidas interiores, pero eso ya no sería una ‘vida’ o unas ‘andanzas’ y pasaríamos a una novela con todas sus consecuencias.
—Eso es lo que quiero, cariño, darle otro aire, mi aire.
Carmela se encogió de hombros, como diciendo, tú mismo, y yo me convencí de que a partir de ahora cambiaría el ritmo y las voces ¿Un acceso de amor propio?
Al día siguiente me presenté en el café con la misma puntualidad que apareció Cosme. Nos saludamos cordialmente como de costumbre, del mismo modo que, no sé si por cortedad o respeto, no nos preguntamos por la vida, la salud o lo que habíamos hecho durante la semana. Nuestra relación o amistad quedaba circunscrita a la existencia de unos papeles autobiográficos que pareciera son la razón de ser de nuestra existencia presente. El porte de Cosme no cambiaba con los cambios de estación ni con los aumentos de temperatura, sólo variaba el color y el tejido del traje, de la camisa y de la corbata. Ninguno de los dos mostró impaciencia, pedimos unos cafés, le pregunté si quería comer algo, me dijo que sí y le pregunté si le gustaban los cruasanes a la plancha. Hizo un gesto de asentimiento. Una vez nos sirvió el camarero, me pregunto por lo leído. Y yo, que andaba muerto de curiosidad por saber de viva voz lo que siendo tan joven sintió por la que llama doña Carmen, sin más dilación le pregunté por ella.
Sobre la imagen: Magüi Mira Molly Bloom
©Alfonso Cebrián Sánchez
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