Ni que decir tiene que aquel descubrimiento agrandó para mí la imagen de doña Carmen: a la belleza se añadía el talento y un pasado mundano. Doña Carmen era una diosa, un mito, una mujer, tan irreal e inalcanzable como las del cine, con quien imaginaba interminables escenas plenas de erotismo y misterio. Y yo vivía en una nube y me alimentaba de sueños. Me encantaba el mundo de doña Carmen. Me dije: no tardando mucho has de ser uno de ellos.
Ser uno de ellos, un deseo que aún me persigue como un sabueso. El deseo como motor de la vida; poco me importaron las opiniones de filósofos y psicólogos: basta con observar a los demás y a uno mismo para constatar que el deseo, mucho más que la fe, mueve montañas.
¿Por qué no yo? ¿Por qué no enamorar a Emilita? Una posibilidad que tropezaba con mi sentido moral. El diablo me calentaba el oído, me decía: «Si quieres ser uno de ellos, tienes que ser como ellos. Nada de escrúpulos; con escrúpulos nunca serás nadie». Pero, como me solía ocurrir, empecé a darme cuenta de que debería separar el grano de la paja, lo posible de la fantasía, esta última, buena para soñar, pero mala para la acción. Por otra parte, se me ocurrió que Paqui, aun a su pesar, me podía servir de confidente. Lo que no pensé es que la camaradería, la confidencia y el roce abren puertas en las que no reparas y, como una cosa lleva a la otra, me fui enredando con ella y así, contraviniendo las enseñanzas de mi tío, acabé preso del amor furtivo, en cuyas artes Paqui resultó ser ingeniosa y experta.
Pasaba el tiempo y mi espíritu no descansaba, como tampoco lo hacía el afán de Paqui a la hora de buscar momentos y rincones para nuestros encuentros, jugados al albur de ser descubiertos, hasta que por fin llegó ese miércoles en que mi vida daría un vuelco. Se acercaba el verano y en junio, con algún retraso, tenía veinte años, aprobé el Preuniversitario; con esa novedad viajamos a Madrid, hecho que me sorprendió porque hacía tiempo que don León no me pedía que lo acompañara. Hablamos poco, pero antes de llegar me preguntó si pensaba presentarme a la Prueba de Madurez y, consecuentemente, matricularme, en cuyo caso, qué pensaba estudiar.
—Me gustaría —le contesté—, pero no creo que sea posible ¿Cómo lo voy a pagar?
—Como has hecho hasta ahora, trabajando —me contestó cargado de lógica.
—Eso es verdad —le dije—, pero no creo que sea fácil empezar de cero, fuera de casa y sin conocer a nadie.
—Quizá sí, Cosme, quizá sí… vamos, sí. Conoces a los ingleses, a Mr. High y a Mr. Warren, que no es poca cosa.
Con esa conversación llegamos al palacete, pero en esta ocasión los dos ingleses salieron a recibirnos y me invitaron a subir con ellos.
No sabía en realidad dónde se reunían con don León, o si dentro había más gente; tampoco qué hacían, y no me podía orientar con la lectura de los documentos, porque éstos no pasaban por mis manos.
Después de recorrer un largo pasillo, pasamos a un gabinete que más tenía de salón de fumar, fresco y acristalado, orientado al norte, como si estuviera reservado para el verano. En cualquier rincón, anaquel o mesa había plantas y piezas de porcelana. En el fondo, donde entraba la luz, había una mesa de cristal con las patas y la estructura de mimbre, y alrededor unas mimbreras pequeñas con cojines y respaldos tapizados con flores sobre fondo blanco. Sobre la mesa había una jarra de cristal con zumo de limón, muy frío a juzgar por lo empañada que estaba. Los tres se sentaron y me invitaron a hacer lo mismo. Mr. High, sin más preámbulos fue al grano. Me dijo:
—Mr. Leon nos ha dado muy buenas referencias de usted: es listo, aplicado y trabajador, por eso nuestra institución y yo mismo consideramos que es merecedor de disfrutar de una beca para que pueda estudiar Letras, Filosofía y Letras, aquí en Madrid; ya sabemos que no cuenta con sus preferencias, pero es lo que le conviene a usted y a nosotros…
No sé qué vio Mr. High en mi cara, que reaccionó de la siguiente manera:
… Bah, bah, bah, ¡Alto!; claro que esto no es gratis; nos tiene que dar algo a cambio, algo sencillo, pero de gran valor si lo hace bien y obtenemos resultados.
Sobre la imagen: Transparencia, Francis Picabia.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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