Me excitó el trajín de Madrid. Don León conducía con facilidad por calles que a mí me parecían muy anchas, y que más tarde, cuando Madrid era mi hábitat natural, supe que eran las rondas, hasta llegar a la amplitud de Atocha, con la impresionante estación a la derecha y a la izquierda el Hotel Nacional. Después vino la sorpresa de La Cibeles y la Puerta de Alcalá para entrar en la geometría del barrio de Salamanca y rematar ante un edificio de corte clásico en la calle Ortega y Gasset, antes Lista, según dijo don León.
Pareciera que nos estaban esperando, porque un portero abrió la puerta cochera y penetramos en una zona ajardinada donde había un camino de gravilla que desembocó en un espacio más amplio, rodeado de árboles que tapaban la vista del exterior. A la izquierda se alzaba la fachada de un soberbio palacete de tres plantas. En el centro se abría la puerta principal, de corte clásico, con columnas de granito y frontis adornado con figuras en relieve pintadas en un siena de tono muy bajo.
Bajamos del coche y el portero saludó a don León con deferencia. A nuestro encuentro salió un hombre delgado, de mediana estatura, moreno, peinado para atrás, y con gafas metálicas. Saludó con fría cortesía a don León, a mí ni me miró, y le dijo que le siguiera, que Mr. High y Mr. Warren nos recibirían en breve. Nos pasó a un salón, nos dijo que esperáramos, y cerró las puertas correderas tras de sí. Don León se sentó en un sillón y me señaló un sofá para que lo imitara. Esperamos en silencio. Pasados cinco minutos aproximadamente, aparecieron dos hombres completamente distintos y de apariencia diría que opuesta. Uno, enjuto, delgado, de estatura mediana, moreno, de rostro afilado y gafas metálicas, con un cierto parecido al que nos había recibido; el segundo, de aspecto anglosajón, alto, corpulento, pelirrojo, de cejas pobladas y ojos claros. El primero, Mr. High, vestía traje cruzado azul muy oscuro con tenues rayas verticales, apenas perceptibles y corbata azul algo más clara, atravesada por finas líneas diagonales de color blanco. Calzaba zapatos negros muy lustrosos, como si los acabara de estrenar. El pelirrojo, Mr. Warren, no iba tan atildado. Chaqueta tweed verdosa, camisa de franela a cuadros, corbata a juego con la chaqueta y pantalón gris también de franela, tenía un aire mañanero y deportivo. Ambos saludaron a don León con una calidez correcta, muy lejana a la efusión. A mí no me hicieron ni caso.
Después de los saludos y un breve cambio de impresiones, don León sacó de la cartera una carpeta con documentos y me la devolvió. Me dijo que esperara en el salón y que si necesitaba algo de mí me mandaría a llamar.
De ese modo, me dejaron solo y salieron para reunirse en un despacho, supuse. No me pasó desapercibido el detalle de que no quisieran contar con mi presencia, lo que en aquel momento me llevó a imaginar a mi jefe como alguien importante con quien se despachan asuntos secretos, o al menos no se quieren ventilar delante de testigos. No anduve descaminado.
La espera, encerrado en aquel salón tan suntuoso, se me hizo muy larga. Al principio continué sentado sin que me atreviera a levantarme ni a recorrer la estancia. Pasado un tiempo, decidí echar un vistazo a las pinturas, porcelanas, cerámicas y figuritas repartidas por vitrinas, repisas y anaqueles. Miré por todo el recinto y me percaté de la ausencia de retratos, como si hubieran optado por la impersonalidad. Tampoco las pinturas se asemejaban o pertenecían a ningún estilo determinado o reconocible, salvo una lejana familiaridad con el paisajismo inglés del XIX, que se podía deducir por la vegetación, los campos y los cielos que apenas dejaban ver la luz del sol, tamizada por una ligera neblina: quien regentaba la casa denotaba su ascendencia o filia británica, lo cual era evidente a la vista de los ocupantes, aunque no dejaba de ser un dato para el observador y un buen ejercicio para mis conocimientos de Historia del Arte.
Estaba matando el tiempo con el inocente juego detectivesco que había iniciado, cuando apareció una camarera española con un servicio de té y unas pastas que depositó sobre la mesa, me sonrió y me dijo: «Por si quiere tomar algo». Acto seguido, salió y volvió a cerrar la doble puerta.
Sobre la imagen: John Constable, Casa de East Bergholt (1809-10)
©Alfonso Cebrián Sánchez
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