No negaré que sufrí una gran decepción, aunque no por ello se resintió mi optimismo; quise creer que había buscado una manera de protegerse, que no quería iniciar una relación de forma tan abrupta. Por eso no me rendí ni caí en el desánimo: doña Carmen me confiaba un importante secreto y mi deseo se acrecentaba de tal manera que llegó a ocupar todos los minutos de mi vida. Poco me importó que Paqui fuera partícipe o que en realidad no hubiera nada de extraño en que la dueña de la casa quisiera reponer el coñac. En casas como la mía sólo se tomaba en navidades, y beber licor fuera de las fiestas era de borrachines. Pero luego pensaba en las atractivas damas del cine, de vida borrascosa, whisky tintineante y volutas de humo; así veía a doña Carmen, tendida en un sofá o en la cama, con la negra melena caída en cascada, y llamándome ‘amor’ o ‘querido’ desde la humedad de su lengua, la blancura de sus dientes y la roja curva de sus labios. Por eso deseé que llegará el miércoles siguiente para intentar algún avance que me acercara al objeto de mi deseo. Pero el martes siguiente, cuando me iba a marchar del trabajo, don León me dijo que me preparara para viajar, que al día siguiente, y todos los miércoles, me iba con él a Madrid. Me dije que eso no podía ser mala señal, salvo que me privaba de la ocasión de los miércoles de aventura, cuando tarde o temprano accedería a los rincones más íntimos de doña Carmen.
Se lo dije a mis padres y enseguida se pusieron a hacer cábalas sobre lo halagüeño de mi porvenir: que si era una muestra de confianza, que con él haría carrera, y cosas por el estilo. Yo no pensaba en nada de eso, me decía que necesitaba a alguien que le llevara la cartera y que yo era el que tenía más cerca. Me había citado a las ocho de la mañana en el despacho y allí me presenté como un clavo.
Antes de salir de casa, mi madre me ajustó la corbata y cepilló las hombreras del traje que me habían mandado hacer cuando empecé a trabajar en el bufete. Dio el visto bueno al brillo de los zapatos y me deseó buena suerte. El recorrido de mi casa al despacho lo hice andando y taconeando como el buen mocito que era.
En el bufete ya me esperaba don León. Revisó y ordenó un mazo de documentos diversos, y los introdujo en una voluminosa cartera de piel de color marrón oscuro con el brillo propio del uso. Me la confió y me dijo que donde quiera que fuéramos la tratara como si me fuera la vida en ello.
—Espérame aquí —subió a la casa y volvió al cabo de un instante, tiempo suficiente para que yo, muerto de celos, pensara en doña Carmen metida entre las sábanas y en don León llevando consigo su olor y el sabor de sus labios—. Vamos —dijo, y echó a andar delante de mí con energía.
Lo seguí por las calles hasta llegar al garaje donde guardaba el coche, un 11 Ligero con una suspensión espectacular. Subió don León, que era alto y corpulento, y el coche pareció hundirse en el piso. Alargó el brazo, abrió la portezuela y me invitó a entrar. Yo, que tenía muy presente la orden que me había dado, deposité sobre mis piernas la cartera y la abracé contra mi cuerpo; don León me preguntó si iba a ir así hasta Madrid.
—Anda, déjala en el asiento de atrás, pero que no se te olvide —me dijo.
Para mí era una novedad viajar en coche particular. Había subido en coches de línea, pero eso de sentarte, arrancar, ir y parar donde quieras, no lo había experimentado nunca. La carretera me parecía ancha y bien asfaltada, aunque no exenta de rugosidades y descarnaduras. En los márgenes crecían interminables hileras de olmos y acacias, antiguos, con grandes muñones como impregnados de óxido, todos ellos con una franja pintada de blanco. Al iniciar el viaje permanecí silencioso. Ni por asomo se me ocurriría iniciar la conversación, por cortedad y porque no encontraba tema alguno con que empezar. Pasados unos kilómetros, don León me indicó un paquete de rubio americano que llevaba en la guantera. Me dijo que le encendiera uno y me fumara otro. Por esas asociaciones que se nos ocurren, al ver el paquete de tabaco temí que me dijera que era uno de los que me había encargado doña Carmen, y sin poder evitarlo me dije: Este se ha dado cuenta de que le pongo ojos a su mujer, más cuando me preguntó si tenía novia. Le dije que no.
—¿A qué esperas? —bajó un poco el cristal de la ventanilla para que saliera el humo.
—Soy joven todavía —contesté, como podía haber dicho otra cosa cualquiera.
—Bueno, no tanto, pronto entrarás en quintas ¿Vas a seguir estudiando?
La pregunta me cogió desprevenido porque para mí no era tan fácil al no haber en la ciudad ninguna posibilidad de cursar estudios universitarios.
—No es fácil para mí, don León, ya sabe. Y tendría que dejar de trabajar con usted…
—Eso es verdad —dijo como si lo cogiera de sorpresa—. Habrá que estudiarlo —remató.
Don León dio una última calada y tiró la colilla por la ventanilla. Me dijo que hiciera lo mismo, y como me sorprendió mirando al cenicero, dijo:
—¡Ni se te ocurra! ¿Tú sabes el olor que queda? Mi mujer me mata.
Dijo mi mujer y no doña Carmen. Pensé que compartir conversación y espacio reducido da un aire de camaradería, pero, sin dejar de tener presente a mi tío, desistí de tomarme confianza alguna. «Piensa en este refrán: “A quien le dan el pie, se toma la mano”; tú eres un mandado, sobrino, y nunca serás uno de ellos, así que, mantente en tu sitio». Mi tío tenía razón, pero en cuanto a lo de ser uno de ellos, en cierto modo lo fui. Había dicho don León que habría que estudiar el asunto, refiriéndose a mis estudios. Estuve tentado de preguntarle a qué se refería, pero me cuidé de hacerlo. Quizá fuera intuición, pero más tarde he sabido que esas expresiones en realidad no quieren decir nada, una forma de quedar bien que no lleva a ningún sitio, así que lo dejé beneficio de inventario, y si más adelante se concretaba en algo lo dicho por don León, pues mire usted qué bien.
Pero don León siguió:
—Lo de la mili se puede arreglar —don León, al parecer, estaba decidido a darme una sorpresa o satisfacción—. Del campamento no te libras, pero una vez tengas destino, yo me encargo, total, tres meses y a casa ¿Te parece bien?
—¿Cómo no me va a parecer bien, don León? —Yo, encantado.
Nada más decir eso, me arrepentí, pero no tenía remedio.
—Hay que servir a la patria, chaval —me dijo con un tono que no supe interpretar—, pero con la instrucción te vale, eso si no estás estudiando, en cuyo caso, quiero decir si estás estudiando, haces la Universitaria.
A medida que me iba hablando, me sentía como en una nube. Pensé que, por lo que fuera, a don León se le había soltado la lengua y lo único que hacía era hablar por hablar.
Cuando quisimos recordar, entrábamos en Madrid por el Puente de Toledo, completamente atascado por un sin fin de automóviles, camiones, autobuses, taxis y carros tirados por caballerías.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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