Una botella de coñac

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A mi padre le dije que no es tan fácil olvidar. No insistió, me convidó y volvimos a casa. Mi madre y mis hermanas se habían cambiado en un santiamén, habían preparado una tortilla y puesto la mesa. Nos sentamos a cenar. Mi madre quiso hablar de la boda, y mi padre, con una seña, le indicó que no siguiera por ahí. Mis hermanas hablaron del mar y de la playa. Dijeron que allí no hacia el frío de aquí y que daba gusto tomar el sol. Quisieron bañarse, pero el agua estaba fría. La prima Rosa, sin embargo, se tiraba al agua, se alejaba de la orilla, y pasaba un rato nadando, se les escapó.

En los días sucesivos, adopté el gesto del joven herido, taciturno, distraído y enamorado. Andaba solo por los paseos y por la orilla del río, fumaba un cigarrillo tras otro y contestaba a lo que me decían con monosílabos y evasivas. Por si fuera poco, ocurrió algo que acrecentó mis tribulaciones.

Por razones que acabé por saber, y que serían determinantes para mi futuro, don León viajaba todos los miércoles a Madrid. A falta de secretaria y pasante, me dejaba el encargo de despachar los asuntos de orden administrativo, y así no cerraba el bufete. Uno de esos miércoles, se presentó doña Carmen con aspecto de estar recién levantada, envuelta en una bata azul con flores doradas, y me pidió que fuera a comprar una botella de coñac y un cartón de Winston; me rogó encarecidamente que no fuera a la mantequería próxima. Al ver mi confusión, sonrió de un modo que me obligó a mantener el control para no enloquecer allí mismo. Me dijo que fuera al Café de París. Me dio trescientas pesetas y me dijo que me quedara con la vuelta. También me ordenó de forma tajante que no dijera a nadie ni media palabra, y menos a don León. Remató diciendo: «¿Has entendido bien, guapo?». Dio media vuelta y se fue mientras decía: «Me lo subes cuando vuelvas».

No me ruboricé porque ésa no es mi naturaleza, pero sentí que me ardían las orejas. No reaccioné y menos después del mutis con que desapareció.

El camino se me pasó haciendo cábalas. “Me trata como a un chiquillo: ¿Lo harás bien, guapo? Es lo que se les dice a los niños, una forma de poner distancia, de ponerme en mi sitio, como si dijera: Mira guapo, es decir, niño, yo soy la señora y tú eres un alfeñique, el chico de los recados. Pero no me ha hecho un encargo cualquiera: coñac y tabaco. El tabaco, pase, pero el licor… Me ha dado su confianza, como si compartiera conmigo un secreto”. En el Café de París me sirvieron rápidamente el pedido, lo envolvieron en papel y lo metieron en una bolsa con la marca de la casa. La vuelta la hice pensando en cómo la encontraría ¿Se habría cambiado? ¿Estaría en el dormitorio peinándose ante la cómoda? «Déjalo ahí», me diría, y señalaría displicente la cama. Entonces yo buscaría en su rostro reflejado en el espejo un gesto que me dijera, quédate. El corazón me galopaba en el pecho y se me descontrolaba la respiración. Apenas quedaban diez metros para franquear la puerta de la calle, subir al bufete, ascender al piso por la escalera interior, hacer un ruido, ¿Un carraspeo?, para manifestar mi presencia… ¿Cómo diría, Señora o doña Carmen? En doña Carmen entraba su nombre, eso diría.

Entré en la oficina y vi que me esperaba Paqui. Se me acercó, compuso una sonrisa burlona y me dijo: «Trae, yo se lo subo».

©Alfonso Cebrián Sánchez

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5 respuestas a “Una botella de coñac”

  1. ¡Felices Pascuas, Alfonso! Y como siempre, gracias por tu relato.
    Un fuerte abrazo.

    1. Gracias a ti, querida amiga. Y Felices Pascuas también para ti. Un abrazo muy fuerte.

  2. ¡Felices Pascuas Alfonso! Gracias por compartir.
    Cuídate bien.
    Elvira

    1. Muchas gracias, Elvira. Felices Pascuas también para ti. Un abrazo.

      1. Gracias a ti Alfonso. Felices Pascuas también.
        Otro abrazo.

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