El primer trabajo

espadas_de_toledoMe fui con la copla, con la incógnita que para mí suponía Cosme Vidal. Quizá, y esto es lo paradójico, me inquietaba sobremanera que no presentara doblez ni misterio y me hablara con total naturalidad. Si le comentara a Carmela estas cuitas, me martirizaría y me diría que estaba paranoico, más si le dijera que estábamos cambiando los papeles respecto a nuestro hombre. Volví a casa y Carmela me preguntó. Que haga lo que quiera, me ha dicho. Ah, y la tal Soledad tiene que ser su mujer, su amante o su pareja, como ahora se dice; al menos se besan como tales, le informo. Traes hambre, me pregunta, y le contesto que no mucha. Pues ya puedes hacerla. Mira estas mollejas y este venado (los tiene expuestos a la espera de guisarlos y pasarlos por la sartén); y tinto de pago de los Montes de Toledo. Dicen que los manjares pasan por la vista, que comemos con los ojos; eso fue lo que me pasó.

Hubo que dormir la siesta y a la tarde, con la caída del sol, continué con los papeles.

***

Por más que se empeñaron mis padres, que pensaran que me había venido una ventolera, acabaron las vacaciones sin que hiciera la maleta ni acudiera a la estación a coger el tren que enlazaría con el que me llevaría al internado. El día siguiente de Navidad me incorporé al trabajo que me había buscado después de llegar a un acuerdo verbal con el patrón. Me preguntó si tenía permiso de mis padres y le dije que sí. Trabajaría como aprendiz, sin contrato, y me pagaría doscientas pesetas a la semana, lo cual no me pareció bien ni mal, y la jornada, sin especificar, pero de unas once horas diarias de lunes a sábado. Si espabilas y vales, te pongo de oficial a destajo, me dijo. Así empecé mi trabajo en un taller de fabricación de espadas. Qué barbaridad, decía mi madre cuando lavaba mi ropa. Y tenía razón: una capa de grasa y un polvo oscuro traspasaban el mono y se me colaban hasta el ombligo y las orejas. Mis padres dijeron que aquello era una locura, que aún estaba a tiempo de volver al colegio y me dejara de tonterías. Pero me mantuve firme porque en mi fuero interno albergaba otro propósito: en cuanto pudiera me iría a Barcelona, Alemania o Suiza para reunirme con la prima Rosa. Por muy grandes que sean los sitios, me decía, preguntando se va a Roma. Además, no creía que se hubiera ido sin dejar rastro, unas señas; seguro que tarde o temprano escribiría a mi madre.

El taller era todo un templo de la mecánica. En el extremo de una sala rectangular, un motor eléctrico hacía girar el piñón de una gran polea que se iba combinando con otros secundarios, que armonizaban fuerza y movimiento para el torno, la fresadora, las taladradoras, el martillo pilón, las piedras esmeriles y las pulidoras, todas ellas provistas de embrague para trabajar o estar quietas, así como de pedales y palancas para regular la velocidad. El taller daba a un patio rodeado por éste, la fragua y una habitación en la que estaba la cuba electrolítica, de modo que las hojas de floretes y tizonas entraban de la fundición bastas y con rebabas para salir pulidas, templadas y niqueladas.

Los compañeros no expresaban un especial entusiasmo y trabajaban a destajo para sacar un jornal medio decente. Yo desbastaba, taladraba y pintaba; ellos lijaban y pulían hojas de florete y espada.

El temple era cosa del maestro. Encendía el fuego, amontonaba y extendía el carbón, retiraba la carbonilla, y se servía de mí para girar la manivela del fuelle, según sus indicaciones, de modo que ese fuego pusiera el hierro al rojo a base de pasarlo por la lumbre con cierto ritmo y girarlo con dedos ágiles; para conseguir el temple adecuado, lo introducía en una funda clavada en el suelo, llena de una mezcla de agua y aceite.

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