Que se sepa la verdad, me contestó, aunque juraría que acompañó estas palabras con una mueca burlona. Ya lo veo, continué, pero eso es más propio de un trabajo de periodista… Más bien de historiador, me cortó. Eso, más bien de historiador, repetí; en cualquier caso, no estoy en condiciones, se lo confieso, de enfrentarme a los problemas que me pudieran sobrevenir. Con eso contaba, querido amigo, bien sé lo que he escrito, y tal como está tiene sus riesgos darlo a conocer, sobre todo por los nombres, y Dios me libre si quiero ponerlo en un compromiso ¿Ve cómo lo necesito? Vamos a hacer una cosa: usted cambia lo que quiera, sobre todo los nombres, y lo convierte en una novela en la que se advierta claramente lo del parecido con la realidad, y luego, si me conviene, se lo daré a un periodista: hay algunos que han publicado series que han pasado a la televisión como producciones artísticas. Y esto por qué, le pregunté. Lo que se cuenta, me preguntó a su vez. No, mi papel, le contesté. Porque lo admiro como escritor, ya se lo he dicho, y creo que estas historias son buenas, por eso.
Llegados a ese punto pensé que hay quien está persuadido de que su vida es una novela y me vino a la memoria Gloria Ravel, la vieja bailarina de cabaret a quien conocimos en unas vacaciones. Vivía en un pueblo de la costa. Más tarde bauticé con su nombre a uno de mis personajes. Coincidíamos en la playa, charlábamos, y una tarde nos invitó a merendar. En cuanto supo de mi dedicación literaria se empeñó en que contara su vida, porque su vida era una novela. Al final no tuvimos la conversación en la que me relatara sus aventuras y afanes, se acabaron la vacaciones y no nos volvimos a ver, pero me vino bien y la convertí en personaje. A Cosme Vidal, a diferencia de Gloria Ravel, lo veía con frecuencia y contaba su vida por escrito y en nuestras conversaciones. Le hablé de Gloria Ravel.
Ah, sí, ya la identifico —explayó una amplia sonrisa—. Una señora muy vivida e interesante, el personaje, claro ¿Usted me ve así, como un personaje? —recorrió con la mirada los cuadros de las paredes sin dejar la sonrisa—. No, yo no, es usted quien se mira de ese modo, le contesté. No, si no me molesta, continuó; al contrario, me complace; no importa como yo me vea, es usted el que escribe. Entonces tengo carta blanca para hacer lo que quiera, le pregunté. Me contestó que eso ya me lo había dejado claro, que escribiera lo que quisiera y como más me gustara; en cuanto a pedirme permiso, prosiguió, no veo que tenga necesidad de hacerlo, como puede comprender. Le dije que las primeras historias, la de Isabelita y la prima Rosa, eran unas confesiones con un fuerte contraste… Y que inciden en el eterno dilema: amor puro, amor carnal, me interrumpió. Cree usted que un hombre y una mujer, por muy tiernos que sean, pueden pasar la vida mirando a la luna —la pregunta tenía algo de retórica—, pues eso le pasó al tiernísimo Cosme Vidal, yo mismo, que, con intenso dolor, también efímero, aprendió que el amor precisa de pasión y contacto, torpe e indeciso, pero contacto. Cuento mis recuerdos y no los hechos en sí, pero eso usted ya lo sabe.
Apareció Soledad y caí en la cuenta de que se nos había pasado el tiempo volando, tanto que apenas hablamos sobre lo que tanto me preocupaba: quién era en realidad Cosme Vidal.
Sobre la imagen: Eduard Manet, Un bar de las Folies Bergère, 1881.
©Alfonso Cebrián Sánchez
Deja una respuesta