Con tanta mansedumbre el cristalino
Tajo en aquella parte caminaba,
que pudieran los ojos del camino
determinar apenas que llevaba.
Peinando sus cabellos de oro fino,
Una ninfa, del agua, do moraba,
la cabeza sacó, y el prado ameno,
vido de flores y de sombra lleno.
Garcilaso de la Vega, Égloga III
***
La prima Rosa sacó la cabeza del barreño y el cabello negro le cayó como una cascada sobre los hombros desnudos. Un leve viso cubría su cuerpo fuerte y redondo. El sol de la tarde se dejaba caer sobre el corralillo cerrado con un cañizo alto que la protegía de miradas ajenas. Podía haber irrumpido en su retiro con el vigor y la prisa de mis dieciséis años, pero preferí hacerlo con la suficiente pausa para disfrutar de la visión de su pelo recién mojado, de su cara despejada, de unos pechos que se marcaban redondos y agresivos bajo la leve vestimenta, la misma que dejaba adivinar una densa y oscura prominencia en el bajo vientre.
No sorprendí a la prima Rosa, y si lo hice, no me dio pie para descubrirlo; al contrario, me envolvió con una mirada entre interrogativa y pícara que a todas luces indicaba su agrado.
En casa todos la llamábamos la prima Rosa, en realidad sobrina segunda de mi madre, a la sazón prima hermana de la madre de Rosa, muerta siendo aún joven, dejando solos a su padre, ya viejo, a su marido y a Rosita, que por aquel entonces tendría quince años. De eso han pasado otros quince.
La prima Rosa, después de la muerte de su madre, se hizo cargo del cuidado del abuelo, de atender al padre y defender con tesón y trabajo la huerta.
Los tres vivían en una modesta casa de una sola planta, con espacio para un gallinero con su corral, una cuadra donde se alojaban una vaca lechera, un burro y un viejo mastín; tenían además una huerta bien surtida y trabajada. El agua de riego venía de una de las acequias de la Fábrica; la potable la sacaban de un pozo aledaño a la casa.
Según algunos, la huerta les venía de la donación del marqués, dueño de aquellas tierras, a una hermosísima tatarabuela. Mi madre decía que todo eso eran habladurías y que, por lo que ella sabía, la compró o allí se asentó uno de los antepasados por darse la casualidad de haber quedado sobrante de los terrenos que el rey Carolo dedicó a la Fábrica. Sea como sea, la prima Rosa, con el tesón y la fuerza de dos hombres, mantuvo y sacó adelante la huerta, con cuyos productos abastecía a las verdulerías de la Plaza, teniendo, además, que soportar las embestidas de un padre a quien, una vez viudo, le dio por el juego y el vino.
La gente habla muy mal, oí decir a mi madre cuando volvíamos del entierro de Lorenzo, su primo consorte, encontrado muerto en la presa de Buenavista, después de estar varios días desaparecido. En ese momento no supe a qué se refería, pero luego, por dichos de unos y otros me enteré de la comidilla: la prima Rosa lo había tirado al río. Unos decían que había hecho bien, que muerto el abuelo allí no había respeto; otros, por el contrario, daban por hecho que la prima Rosa era una mala pécora que quería estar sola para que el médico tuviera vía libre. ¿Cómo había acabado Lorenzo en el río? La conclusión del juez fue que se había desorientado. El golpe en la cabeza que presentaba se lo habría dado con una piedra al caer: esa fue la versión que mi madre impuso contra las habladurías.
Desde muy niño recuerdo a la prima Rosa a la vuelta de la Plaza. Llevaba del ronzal a un borrico de pelaje negro y mediano de alzada al que ataba no demasiado fuerte a la anilla que había junto a la puerta de la calle y entraba a saludar a mi madre, para dejar de paso unos huevos, verduras y algo de leche.
Muchos días de verano mi madre ponía agua a solear para bañarme en un barreño grande. Sin alcanzar a saber el porqué, en esos momentos deseaba que viniera la prima Rosa y acabara ella mi baño, me secara y, con sus brazos fuertes, me depositara de pie en el empedrado. Deseaba que me cogiera porque me adormecía con el olor y la turgencia de su pecho.
Sobre la imagen: Auguste Renoir, En verano , 1868.
©Alfonso Cebrián Sánchez
Deja una respuesta