No había caído en la cuenta de lo que era disfrutar de una libertad diría que plena: jugar sin restricción, dar las primeras patadas en el equipo de fútbol, andar por ahí con los amigos, ir al rio… hasta que, a los catorce años, el maestro dijo que valía, que podía obtener una beca y cursar estudios. Mis padres estuvieron de acuerdo porque, dada la economía familiar, era la única posibilidad que tenía. Así que me examiné, aprobé y me mandaron al internado.
Poco hay que contar de aquel período: llevé una vida entre monástica y cuartelera en un sitio donde importaban más los rezos que los libros. Pero nadie puede gobernar el pensamiento y los míos volaban hacia Isabelita, mi primer amor.
A Isabelita la conocía de vista, de cruzarnos en el paseo, de intercambiar miradas y sonrisas, y apartarlas ella como quien se ve cogido en un renuncio. Era una chiquilla morena, de ojos grandes y negros, menuda y risueña. Había acabado el colegio y trabajaba como aprendiza en un taller de costura donde se iniciaba en corte y confección y llevaba a las casas los vestidos, confeccionados o arreglados, en una caja grande de madera. Había vuelto en mis primeras vacaciones de Navidad y hacía un mes que había cumplido los quince años, los mismos que contaba Isabelita, nacida en septiembre, según me dijo.
Paseábamos por la calle principal, calle abajo, calle arriba, cuando, en una de las vueltas, me puse a su lado y la dije lo que me pareció una gracia. Isabelita permaneció seria, miró a su amiga, y ambas, sin poderse contener, explotaron en una risa que no supe si era de gracia o de burla, pero me dio lo mismo.
Isabelita me gustaba, y aquella tarde, después de pasear, de oír su voz y su risa, de mirarle a los ojos, a los labios, me enamoré locamente de ella. Isabelita, después de reír con mis tonterías, después de andar juntos por las calles céntricas —a su amiga le había entrado de pronto la prisa y se fue—, me dejó acompañarla hasta una plazuela donde hizo ademán de despedirse.
— ¿Vives aquí? —le pregunté.
—No, pero no quiero que me acompañes más —me dijo con una sonrisa que trataba de ser seria.
—¿Quedamos para mañana? —le pregunté esperando ansioso la respuesta.
Miró al suelo como quien tiene que tomar una decisión que le genera muchas dudas.
—No sé si podré —contestó sin levantar la cabeza—. Además… —debió notar la ansiedad en mi mirada— Además no creo que deba; sería la primera vez que salgo con un chico.
Aquella contestación me dejó confundido y no sabía cómo reaccionar.
—¿Te espero aquí a las siete? —me oí decir sin saber muy bien de dónde había sacado palabras tan concluyentes.
Levantó la mirada del suelo y la posó en mí como si le turbara mirarme, apuntó una sonrisa tenue y me dijo:
—No, mejor a las siete y media; un ratito nada más.
Dio media vuelta y echó a andar por la calle principal de aquel barrio, y yo, sin perderla de vista, más aún cuando volvió la cabeza, sentí que era el muchacho más feliz del mundo.
Ni que decir tiene que el día siguiente, lunes, se me hizo demasiado largo. Salí como de costumbre con los amigos estudiantes que como yo estaban de vacaciones. Anduvimos de acá para allá porque aún no habíamos alcanzado el estatus de que disfrutaban los universitarios, que se reunían en el café y formaban con las chicas una pandilla; tampoco teníamos dinero con que pagar el café ni amigas con las que salir. Pero, cómo iba a aguantármelo, les dije a los amigos que por la tarde había quedado. Con mucha guasa, me cantaron canciones de amor y me obsequiaron con un cariñoso abucheo.
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