Fermín Roldán

Los encuentros con Cosme Vidal tomaron una frecuencia semanal y esa relación pasó a ser para mí como una droga: percibía un efecto perverso, pero a su vez me llamaba con su adicción como si estuviera hipnotizado por la mirada de una cobra. Así, no faltaba el día en que no deseara acabar con él, quitármelo de encima, incluso ingeniármelas para matarlo y así acabar con su vis seductora.

Llegó el día siguiente y Carmela y yo nos levantamos y desayunamos. Ella había quedado para tomar café, pasear y hacer alguna compra con Ana y Lucy, reunión a la que los maridos teníamos vedada la asistencia. Tienes corte, me dijo refiriéndose a los papeles de Cosme, como acabaríamos llamándolos. Sí, ya lo creo, le contesté, pero ahora me voy con mis pájaros.

Cuando llegué a la altura del banco, éste estaba tan desocupado como siempre. Me senté como si estuviera cumpliendo un rito y del mismo modo eché migas de pan a los pájaros, que acudieron como de costumbre. Me pesó la ausencia de Cosme en contra de lo que venía pensando por el camino: qué bien descansar de él y estar solo a mis pensamientos. Sin embargo, sus papeles, que habían quedado varados en mi cuarto de trabajo, ejercían sobre mí una atracción poderosa acuciada por la curiosidad, de modo que tenía que hacer un esfuerzo para permanecer en el banco y culminar mi rutina, que quería mantener a toda costa porque entendía que ése era mi terreno más íntimo y privado. Atraído como estaba por los papeles, me asaltó una de mis paranoias: ¿Y si de pronto se presenta otro Cosme Vidal a compartir mi banco y algo de su vida? ¡Eso no!, me dije creo que en voz alta, como esos que aparentemente van hablando solos y luego resulta que mantienen una conversación telefónica en la que gesticulan y accionan como si tuvieran al interlocutor delante. Sobre ese tema, hace años, cuando aún no era corriente ver a la gente hablar sola por las calles, escribió Carmela un artículo que publicó no sé qué revista. Carmela también escribe, y lo hace muy bien, aunque sin pretensiones. Eso que se ahorra. El problema es que, en aquel momento, sentado en el banco, me echaba a temblar cada vez que veía avanzar hacia mí a cualquiera de esos jubilados a los que tanto les gusta pegar la hebra, y como nunca fui un iluso, salvo en lo literario, no se me ocurrió pensar que me pidiera compartirlo la mujer atractiva que a veces pasaba andando con pases atléticos y que, con el frío, se cubría el torso con una camisa de chándal blanca.

Se me fue el tiempo enredado en esas cuitas y el frío acabó por aconsejarme cambiar de sitio. Quedaba comprar el periódico y el pan, y si acaso tomar un vino y echar una parrafada con Fermín Roldán, a quien siempre podía encontrar en el Hogar del Jubilado, donde, al igual que yo había hecho con el banco, había tomado posesión de una mesa. Allí confrontaba mi escepticismo con el entusiasmo juvenil de mi amigo: los papeles de Cosme tiraban de mí y la charla de Fermín me serviría de freno.

Sin miedo a la exageración, se podría decir que Fermín Roldán en sus métodos era algo así como un Sócrates de barrio, también de baja estatura, aunque proporcionado y limpio. Disfrutaba con la controversia y jamás aceptaba afirmaciones categóricas, a las cuales oponía cualquier afirmación contraria; ponía tal empeño en la refutación que exigía al interlocutor un esfuerzo que lo llevara a argumentar, demostrar y justificar lo que decía, algo que tenía que ver con sus aficiones y aptitudes pedagógicas, siendo como había sido maestro de adultos.

Fermín y yo nos profesábamos una sincera amistad no exenta de tiranteces respetuosas por causa del choque entre mi escepticismo y su entusiasmo. Fermín, empero, es de los hombres que aún cree que una sociedad justa e igualitaria traerá un hombre nuevo, libre de las lacras heredadas y causadas por la desigualdad y la opresión.

Entré en el Hogar y, efectivamente, Fermín ocupaba su mesa y su sitio orientado frente a la puerta. Departía con otro de los fijos y había un par de asientos libres. Pedí un tinto y me senté.

Aquella mañana, Fermín mantenía una amena charla con su compañero de mesa. Hablaban, en este caso, de un tema de rabiosa actualidad. Es una gran oportunidad, dijo su interlocutor: mujer, de tradición obrera y con las ideas claras. Ya, dijo Fermín, pero lo que propone ya está inventado, un movimiento más, eso sí, con sonrisa y estilo, que ya es algo si miramos atrás y recordamos a tanto fustigador. Fermín tomó la postura contraria y me invitó a intervenir.

La verdad es que, a mi juicio, ambos tenían parte de razón. El interlocutor confiaba en alguien que estaba demostrando liderazgo y carisma; Fermín recordó que, no hacía apenas tiempo, una mujer amable y lúcida perdió la alcaldía de Madrid, entre otras cosas, por carecer del apoyo de un fustigador empedernido. Así que me despaché con una frase cínica y lapidaria. Al optimismo de la voluntad no se le deben cortar las alas con el pesimismo de la inteligencia, aunque ésta debe mantener la vigilia, dije y me quedé tan tranquilo.

Antes de que Fermín me conminara a justificar tan alambicada y pedante frase, apuré el vino y me excusé diciendo que tenía pendientes varios asuntos. Fuera se había levantado un aire molesto, de modo que apreté el paso para hacer los recados lo antes posible y volver al calorcillo de mi casa, no sin dejar de pensar en el montón de papeles que allí me esperaban.

©Alfonso Cebrián Sánchez

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4 respuestas a “Fermín Roldán”

  1. Siguiendo con interés tu relato en esta luminosa mañana de domingo.
    ¡Buen día! Abrazos.

    1. Buen día, querida Isabel. Gracias y disfrutemos del día.

  2. Alfonso, tus letras son aditivas. Un gran abrazo.

    1. Buenas tardes, Isabel. Por eso salen los domingos en pequeñas dosis 😊 Muchas gracias por tus palabras. Un abrazo.

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