Como se puede colegir, pasado el primer recelo, que Cosme Vidal no sufrió en absoluto, fui tomando confianza, de modo que las conversaciones ganaron fluidez, aunque todo hay que decirlo, sin llegar al compadreo. No usábamos el tuteo, por ejemplo, lo que daba solidez y ceremonia a nuestros discursos, que en contadas ocasiones atropellábamos porque, aunque no exentos de vehemencia, cuidábamos el tono; tampoco poníamos límite a los temas, de lo más variado; eso sí, buscábamos el acuerdo, el término medio, o la tregua: se podría decir que la experiencia nos había hecho prudentes.
Pero me quiero referir al hecho embarazoso que nos asaltó el tercer día. Como en los anteriores, nos dimos los buenos días y permanecimos en silencio a la espera de que uno de los dos lo rompiera. Entonces apareció a nuestra derecha y pasó ante nosotros, andando con paso vigoroso, una mujer más alta que baja, joven y esbelta, de pelo castaño, recogido con una cinta. Vestía una prenda superior de esas que llaman top, de color negro, de las que dejan brazos, hombros y abdomen desnudos, que sugería un pecho generoso y saltarín. El resto del cuerpo, de cintura para abajo, iba embutido en unos leguis, fuertemente ceñidos, que marcaban piernas y glúteos como si fueran una segunda piel. Cosme y yo la seguimos con la mirada hasta que se desvaneció a lo lejos.
Nos miramos y sonreímos. Qué, le pregunté yo por ver su reacción. Qué, me dijo él como jugando un póker en el que ninguno quisiera mostrar las cartas. Hombre, le dije, es una mujer vistosa. No es así como la describiría si se tratara de uno de sus personajes, no veo que en sus obras sea usted mojigato precisamente; aunque contenido, es bastante explícito, y la señora está un rato bien por lo que se aprecia, me dijo con un deje burlón. Y ahí está el problema, de un tiempo a esta parte se ha instalado una mojigatería que lo impregna todo, hasta el pensamiento. Es guapa, le dije, levantando el ánimo. ¿Guapa? Sí mucho. Y esbelta, y joven, y…, se contestó con entusiasmo. Eso mismo opino, le dije, pero como uno no sabe ya cómo decir estas cosas… Ni pensarlas, amigo mío, ni pensarlas, continuó él, y además a nuestra edad eso es impropio, agresivo, y molesto, dicen. El caso es que a usted como a mí le gustan las mujeres, y no creo que haya nada de malo en ello. No, todavía no me han dejado de gustar, dije, pero él continuó embalado. ¿Usted donde estudió?, me preguntó de improviso. Como todo el mundo entonces, le contesté, en el colegio, el instituto y luego a trabajar. La universidad vino después. Entonces no fue a los curas… no sabe lo que se perdió. Allí, menos latín, matemáticas, física, historia y todo eso, se aprendía a dominar el pensamiento, para que éste no te llevara por caminos de perdición. Ay, amigo, pensar y decir, ¡Un arte! ¡Un auténtico arte! Un amplísimo campo de posibilidades para ustedes los escritores. Porque yo escribo, vaya si escribo, ya lo verá, pero me faltan arte y estilo, lo que busco en usted, pero eso vendrá más adelante; ahora vamos con el pensamiento ¿Se ha confesado alguna vez?
Sobre la imagen: Aurora Bautista y José María Prada en un fotograma de La tía Tula (1964), dirigida por Miguel Picazo, sobre la novela homónima de Miguel de Unamuno.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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