Ayer leí una interesante noticia sobre los pimientos de Herbón (los auténticos de Padrón) El titular dice: «Europa falla que los “auténticos” pimientos de Padrón son los de Herbón». (https://elpais.com/economia/2021/10/05/mis_derechos/1633443048_450218.html)
¿Por qué me llama la atención el asunto? Porque me gustan los pimientos y cuando veo uno más gordito y brillante lo evito o lo como, según el vino que quiera beber. Pero también porque allá fui durante varios años, junto con un matrimonio amigo, a por aguardiente y pimientos. Nos atendía una mujer de modales suaves, que nos daba a probar sus destilados, cuya imagen y modelo me inspiraron esta historia, descartada de la escritura definitiva de Las aguas del olvido y rescatada en Amelia y doña Rosa. Hoy aquí la reproduzco.
***
Habla Elisa y cuenta Héctor.
Nos sorprendió la noche en la eterna disputa entre clasicismo y romanticismo. Como si la contradicción fuera mi norma, defendía la posición romántica, la que no me aplicaba a mí misma ni a mis obras. En mi fuero interno estaba de acuerdo con él, pero me encontraba bien y me divertía avivar la polémica.
Héctor había preparado una comida excelente y ahora tocaba tomar café y una copita de aguardiente gallego.
—No sé de dónde lo sacas —le dije.
—Tengo una proveedora; recorro toda Galicia, pero allá me espera mi exclaustrada con mis aguardientes y los mejores pimientos del país.
—Háblame de la exclaustrada —le pedí con mimo y mi mejor sonrisa.
—Todo se andará: es una buena historia. Y ahora, ¿te apetece dar un paseo?
—Luego —contesté—; ahora cuéntame la vida de la monja.
—Pues verás, nuestra heroína se llama Raquel, tiene una casa en los alrededores de … y se encarga del cultivo de los huertos, del cuidado de la casa y de los destilados del alambique. Tiene uvas, pimientos y toda clase de productos de la huerta; también un invernadero en el que cultiva hortalizas que, aunque no saben a sol, no dejan de estar sabrosas. Raquel era una joven campesina blanca, rubia, con los carrillos encarnados, trabajadora y romántica, que suspiraba por el amor de Delfín, un joven también campesino cuya casa familiar se hallaba en una aldea próxima. Eran novios y se querían casar. Pero Delfín no tenía afición por la tierra y se hizo a la mar. Las vacas y la tierra daban para sostener con apuros a sus padres; los hijos, otro varón y dos hembras, fueron emigrando. José marchó a Suiza y las hermanas a Bilbao. Los encuentros entre Raquel y Delfín eran muy estrepitosos, había que recuperar el tiempo perdido entre viaje y viaje. Un mal día llegó una comunicación en la que se decía de manera oficial y escueta que a Delfín se lo había llevado un golpe de mar una noche de tormenta cuando revisaba la correcta sujeción de botes y aparejos. El barco navegaba por el Atlántico Sur rumbo a la costa argentina. Pasó el tiempo y Delfín se convirtió en uno de tantos desaparecidos como hay en la mar y lo dieron por muerto. Raquel lo esperó con pena, las mejillas se le fueron marchitando y perdió la lozanía del cuerpo. Pasados tres años se recluyó en un convento. En aquel encierro puso todo el empeño y sabiduría en el cultivo de huertos y jardines, y por si fuera poco se las ingenió para especializarse en la elaboración de licores, sacando partido de los alambiques que allí se conservan. De resultas de aquel aprendizaje, elabora los mejores aguardientes del país; hay quien dice que no hay quien se atreva a precintar su destilería. Raquel tiene curtida por una leve sombra la piel del rostro y los brazos; la frente conserva la blancura antigua de la toca.
Héctor ponía pasión en el relato: modulaba en el tono de la voz y cambiaba el brillo de los ojos: hablaba de un mundo que lo encantaba. Sugestionada, tomé un sorbito de aguardiente; los aromas de una sinfonía de hierbas me invadieron el paladar.
—La mano blanca de la monja hace milagros —le dije.
—Pues sí: las manos y los rezos.
—¿Los rezos? No me digas que la exclaustrada tiene poderes —observé divertida.
—Bueno, tiene bastante con los licores; a las vacas simplemente las mantiene limpias y bien alimentadas, que no es poco trabajo.
»Raquel se había acostumbrado a la vida conventual y al cabo de los años no pensaba en nada que no fueran sus trabajos y sus rezos. Pero aquel día de visita notó a su hermana Dorinda nerviosa y enigmática. Con el paso de los minutos y el avance de la conversación se mostraba cada vez más inquieta.
—¿Pasa algo, Dorinda? —Preguntó Raquel.
—No, bueno, sí… no sé si decírtelo, pero me han dicho que te lo diga, así que… Que Delfín vive y ha vuelto.
»El hábito y la toca realzaban la belleza rural y madura de Raquel, refinada en aquellos interiores. Sus labios, a los que no había resecado el rigor de la clausura, se enrojecieron como cerezas, el brillo de sus ojos se destacaba sobre unas ojeras ligeramente lívidas, la luz que penetraba por los altos ventanales resaltaba la blancura de aquel rostro que igualaba al de Santa Teresa en un arrebato místico. Raquel rompió a llorar y a dar gracias a la Virgen, y agitada por grandes convulsiones se abrazó a su hermana.
—¿Qué te pasa? —Dorinda no era capaz de comprender su estado. Pensaba que los largos años de convento, la ausencia del hombre, habían cubierto de ceniza y apagado el rescoldo de amor que guardaba el corazón de Raquel. No suponía, menos imaginaba, que su hermana había sublimado ese amor en una suerte de misticismo cuyos raptos iban dirigidos a Delfín a través de mediadores como eran la Virgen y la Naturaleza. La imagen de Delfín continuaba vívida tanto en el fondo de su alma como en la superficie de sus recuerdos.
—Y dime, Dorinda, ¿cómo está? Digo en apariencia, si está más viejo, cómo son sus ojos, su boca —La hermana no pudo evitar un ramalazo de escándalo al ver a Raquel en tal estado. Confusa, le dijo que estaba muy delgado y que se le había llenado la cabeza de canas; parece uno de esos santos que hay en los cuadros.
—¿Te preguntó por mí?
—Bueno, verás… Según vino diciendo José, el de Fideliña, lo sé porque Domingo se lo oyó contar donde Amable, habían atracado en Montevideo para revisar el motor del barco y les dijeron que río arriba había un boliche, así dicen que lo llaman, donde divertirse… Pero, Virgen santa, ¿qué hago? Anda Raquel, que esto es un convento y tú monja, ¿cómo quieres que hable de estas cosas?
—¡Sigue! —la conminó con energía.
—Bueno —Dorinda se persignó y murmuró algunas palabras de contrariedad— allá que se fueron. El boliche era un barco de esos que salen en las películas, con grandes palas, que estaba varado a la orilla del río, como en un muelle, y enfrente, un pabellón donde el personal y las pupilas tenían las habitaciones ¡Ay Jesús!
—¡Sigue!
—Así que llegaron con dinero y ganas de juerga. José comió, bebió caña, y se llevó a una de esas mujeres a un camarote cuando vio a uno que andaba por el pasillo con un fardo de toallas. Lo mira y le dice, ‘Pero si tú eres Delfín, el de Piñieiro. Pero, ¿no estabas muerto?’ Delfín lo miró como si no entendiera. Entonces José le dio unos billetes a la mujer y entraron los tres en el camarote, ‘Mirá, gallego, esto no se puede hacer, como se entere Elizondo estamos…’, bueno, dijo una palabrota, esas mujeres tienen una lengua…
—¡Sigue!
—Ya sigo, ya sigo, no seas impaciente. ‘¿Quién es Elizondo?’, preguntó José, ‘El cafisho, ¿quién va a ser?’, ‘Bueno, pues toma esto, se lo das a Elizondo y le dices que Delfín es mi amigo y quiero hablar con él’. ‘¿Así que te llamas Delfín? Mira por dónde tiene nombre el palanganero’, dijo la pupila.
—¿Y Defín no lo conoció? A José, digo.
—Pues no, al principio no. La mujer se fue a donde Elizondo que dijo, según cuenta José, que nunca le habían pagado por pasar un rato con el palanganero, y soltó grandes carcajadas, ‘Bueno, a mí qué me importa, pero aquí hay que mantener el orden, así que dentro de un rato vas y le dices que dejen el camarote libre —Dorinda, a medida que avanzaba la narración, se olvidaba de los remilgos y ponía más picardía—, y el gallego que siga con lo suyo’. Dice José que Delfín lo miraba con los ojos muy abiertos pero apagados, sin luz, y con la boca abierta; vamos, como si estuviera lelo. Mira neniña, Delfín lo pasó mal. Pero poco tuvo que hablar José con Delfín; buscó al patrón y le dijo que ése era el que desapareció y que se lo traían a Galicia. El patrón no puso objeción y José le dijo que cogiera los bártulos, ‘Te embarcas otra vez’. No fue fácil convencer a Elizondo, que largó una retahíla de quejas, quién le pagaba esos años, lo he recogido, lo mantengo, aquí no vive mal y las chicas lo quieren. Entre todos hicieron una colecta y le dieron a Elizondo lo recogido. No consiguieron que dejara de relatar, pero ayudaron a Delfín con sus trastos y se lo llevaron al barco. Las mujeres lo despidieron con el cariño que se desarrolla en una comunidad marginal. Así lo contó José, que tiene mucha labia.
»Fue llegar al barco, y Delfín empezar a mirar y tocar como si nada le fuera ajeno. Salieron a faenar hasta llenar los congeladores y después partieron para Galicia. Así que estuvieron pescando la temporada y Delfín se unió a la faena como marinero que era. Con el trabajo vino la memoria; así pudo recordar que cayó del barco en que faenaba y despertó en una cama de hospital. La luz lo cegaba, y cuando fue al lavabo sintió el vaivén y la inseguridad de pisar tierra firme. Se miró en el espejo y frente a él vio a un desconocido demacrado y ojeroso. Cuando volvió, una monja pálida y desteñida estaba de pie al lado de su cama: ‘Tiene que estar tranquilo, ya pasó todo’, le dijo y se fue. Junto a la cama había un pequeño armario donde encontró sus ropas de faena. Se vistió y de esa guisa se marchó del hospital sin que nadie lo retuviera.
»‘En realidad no sabía ni dónde estaba’, contaba José, pero como habían tocado Buenos Aires más de una vez, se movió por la ciudad con soltura y así se encaminó al muelle donde no tuvo la suerte de que lo viera nadie conocido y sí uno que estaba en una barca y le pidió que desenganchara el cabo, ‘Oye, hermano, ¿de dónde te escapaste? Andá, sube; tengo para ti un laburo’. Delfín subió como si estuviera sonámbulo y sin voluntad a un esquife a bordo del cual cruzaron al otro lado, al barco varado, al boliche donde trabajó durante estos años. Esto lo contó José, que dijo que Delfín iba recordando poco a poco, al cabo de los días, hasta que supo quién era, y, ¿sabes lo primero que hizo? Preguntar por ti. Pusieron un cable, se supo en la aldea, y mira, en el diario de la ciudad, pero aquí, como estáis tan encerradas, no te llegó nada y ahora yo te lo cuento.
»Raquel pidió una dispensa, fue a la aldea, dejó el convento y se casó con Delfín.
—Y fueron felices y comieron perdices —le dije burlona.
Un sol anaranjado y grande se acostaba sobre las cepas de los limoneros y alargaba mi sombra al recorrer la pequeña distancia que hay entre ambas casas. Cuando entré en la mía hacía frío. Encendí la chimenea y al crepitar la leña instintivamente miré al techo en el que de forma decorativa se veían las vigas barnizadas imitando las azules de la casa de Lucía. Héctor me devolvía la paz. Una comida, un vaso de vino, una copita, cine, cigarrillos, historias, conversación, y unos ojos claros y tímidos propensos a la lágrima. Contando la historia de Raquel y Delfín le brillaban los ojos ¡Qué poco sé de él! Y él de mí. No nos preguntamos. El pudor, el miedo a herir al otro, nos hace comportarnos como el matrimonio viejo que ha superado la edad de las pasiones y le queda la camaradería.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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