
Le importa que me siente con usted, me preguntó. Me dijo que perdonara su atrevimiento, que no quería importunarme. Pues claro que me importuna, podría haberle dicho y haberle preguntado si con la cantidad de bancos que hay en el parque a santo de qué viene a sentarse en el mío, pero hubiera sido hosco y descortés. Le dije que sí con un gesto y se sentó, y, una vez sentado, como yo, se puso a contemplar los pájaros. Pasado un rato de silencio, se presentó: Cosme Vidal, dijo, y me ofreció la mano, que yo estreché con fuerza al tiempo que le decía mi nombre. Como todo el mundo sabe, y a más de uno le habrá ocurrido, cuando se da una situación como ésta, a las presentaciones les sigue un ominoso silencio, o un silencio espeso, latiguillo que no sé muy bien a qué viene, cuando el silencio, como estado, es de lo más estimable. No siempre ocurre así, aunque las alternativas suelen ser peores: uno que carraspea o dice: Pues sí, pues sí. O recurre a las preguntas más socorridas: ¿Es usted del barrio? ¿De dónde es usted?. Hay quien sin venir a cuento se queja de la vida o despotrica de todo en la confianza de que el oyente participa de sus resquemores. En esos casos es prudente sonreír y salir andando. Sin embargo, Cosme Vidal, pasado el silencio, inició la conversación sin preguntar, hablando de sí mismo, como si se dijera: Este señor, junto al que me siento porque he invadido su banco y quién sabe si le molesto, querrá saber de mí algo más que el nombre. Aunque no parece curioso ni hablador, este hombre lee, y quien lee quiere saber. Quizá se pregunte, me dijo, por qué habiendo tanto banco voy a parar al de usted. Pero no tema, no lo voy a dejar en vilo, lo he elegido a usted, no al banco, y tengo mis razones, que supongo le interesarán; ahora bien, si mi compañía no es de su agrado, me lo dice, me voy, y quedamos tan amigos, como se suele decir.
En principio sus palabras no me disgustaron; es más, me complacieron el tono y el ritmo de su discurso, y, por qué negarlo, picó mi curiosidad el hecho de que me hubiera elegido; y no me pareció que viera en mí al tipo sufrido que aguanta las tabarras de los demás y reprime las ganas de salir corriendo. Yo, por mi parte, escuchaba el preámbulo de lo que sin duda sería un discurso más amplio y al tiempo echaba de forma distraída miguitas a los pájaros. Continúe, le dije.
Sobre la ilustración: Pequeño paisaje rítmico, Paul Klee (1920)
©Alfonso Cebrián Sánchez
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