Habrá que echar un vistazo a las finanzas, me dije. Nada tenía que mirar porque nada había cambiado en los últimos años: cobraba con puntualidad la pensión y con ella vivía; ni siquiera había logrado que el diez por ciento de mis derechos la menoscabara. En realidad, Laura Cortezo, mi editora, le tenía dicho a Contreras, mi agente, que no estaba dispuesta a perder conmigo un céntimo más, expresión que él, lejos de defenderme, coreaba. Un día no muy lejano, hablando por boca de ella, me dijo: Si quieres escribir como te da la gana, te pagas tú la edición. Eso me reconcomía y me ponía digno. No necesito lectores. Dónde se ha visto que los autores malditos necesiten lectores, refunfuñaba. Me sentiría fracasado, añadía, si me dedicaran en Babelia una crítica o reseña; el suplemento de ABC ya hablará de mí cuando esté muerto y hayan pasado cincuenta o cien años. Con ese runrún salí a la calle y luego se lo repetí a Carmela, que, amorosa y paciente, me dijo: Anda, cariño, no me seas crío. Hace treinta o cuarenta años, vale; pero a tu edad esa cantinela…
***
¿Fue la casualidad la que puso el banco frente a los charcos del camino, esos que se forman apenas caen cuatro gotas? ¿Un banco que tenía la virtud de estar a la sombra en verano, al sol en invierno y entre sol y sombra en otoño y primavera? Eso fue lo que pensé, aunque no sea tan casual que uno, con la persistencia y costumbre, tome estatuto de propiedad del mentado banco y nadie se lo dispute. Cosas del azar, pensaba yo. Ese urdidor de acontecimientos inesperados que te llevan a preguntarte: ¿Quién me lo iba a decir?. Un día sales sin intención ni rumbo, o acudes a una invitación porque no tienes otra cosa que hacer, o por acompañar a alguien que no quiere presentarse solo, y allí encuentras el amor de tu vida.
Porque debió ser el azar el que me metió una china en el zapato y me senté en el banco para quitarme la china y el fastidio. También el mismo azar o quizá otro, que no tiene por qué haber uno pudiendo haber muchos y bien repartidos, dispuso que la noche anterior lloviera y se formaran charquitos donde gorriones y colorines bebieran y revolotearan hasta las ramas bajas de los árboles. Conmigo no mostraban confianza alguna; tampoco parecía que les diera miedo ni me hicieran caso. La sombra, la tranquilidad y la compañía me vinieron muy bien hasta el punto de perder la noción del tiempo, como si éste fuera una carga. Cuando volví a la realidad, continué la marcha. El día siguiente repetí, el otro cogí una bolsa y metí en ella la novela que estaba leyendo. Aquí podría decir que tomé el cuaderno y algo con que escribir, pero mentiría con esos adornos, porque soy incapaz de hacerlo fuera de mi mesa y de mi silla. Pasados unos días eché a la bolsa un trozo de pan. Pensé que al echárselo a los pájaros alteraría el equilibrio ambiental y los viciaría, pero son tan agradecidos que hasta creo, o me hago la ilusión, que me esperan. Y no está demás decir que, si no hubieran puesto el banco y hubieran allanado el terreno, nunca me hubiera detenido, y me hubiera bastado con sacarme la china del zapato. Tampoco se hubiera dado la mañana en que se me acercó un señor, me dio los buenos días y me pidió permiso para sentarse.
©Alfonso Cebrián Sánchez
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