
Voy a ser positivo, voy a ser positivo, me repito. Oír el ulular del viento y escuchar el canto de las sirenas, ver y mirar la danza de los árboles, de los pañuelos y los vestidos como banderas. Pero no me sale. El vendaval incierto y racheado agita y golpea las cristaleras de la terraza con un traqueteo infame.
Carmen se dispone a leer el periódico. Me pregunta si me he fijado en la fotografía de portada. Le digo que sí, pero que me la deje ver de nuevo. Un grupo avanza a lo Peckinpah —hay que ver lo que les gusta—, aunque sin armas, resuelto hacia su destino, una vez más.
Como el entrechocar de las ventanas suena la cantinela, murga o tabarra; y una vez más las solicitudes y declaraciones de amor —de los odiosos no me ocupo— chocan con respuestas desabridas y quejumbrosas ¡Qué cansinería!
Pero esta tarde me quedo con la atractiva y sensual princesa Margarita, la de la serie The Crown, aquejada por la pena de constatar lo difícil que es para ella alcanzar el amor. Qué magnificencia de sufrimiento y tedio en estancias tan iluminadas y espaciosas, largas escaleras y altos techos. Eso sí que es glamour, cuánto hay que aprender de los Windsor; familias como esa dan para entretener al pueblo y para buenas películas y series de televisión.
El caso es que ha sido ponerme a escribir y olvidarme del maldito castañear de cristales. Habrá que seguir con la serie.
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