
Al leer poesía nos enfrentamos al reto de agudizar la atención. Como el paseante perdido en el bosque, uno anhela el claro en el que resulte iluminado, que no cegado, por la luz. El poeta, con mayor motivo, se adentra en ese bosque del que nos habla María Zambrano a la busca de un saber esencial, así la palabra estará provista de formas de decir y sentir que lleven al desvelamiento. Al hacer ese ejercicio, no serán fanfarrias y artificios los que encuentre, que lejos de favorecer a la poesía la desfiguran, sino palabras precisas cargadas de sentido. Ese es el viaje que, a mi juicio, ha hecho María Jesús Mingot, fruto del cual nos ha dado La Marea del Tiempo, una experiencia mística llena de calma y sin arrebato, una manera de llegar a las cosas de la vida y decirlas con la palabra poética.

María Jesús Mingot nos invita a realizar junto a ella las grandes preguntas a cambio de que lo hagamos ‘ligeros de equipaje’, como dijera Antonio Machado. Qué fácil resulta penetrar, sentir, intuir silencios como el de Dios embebido en la sencillez de sus versos.
Pero el individuo no es solo un espíritu que inquiere; también es un cuerpo que necesita. Que necesita el calor físico, el roce y la carnalidad del amor, cubrirse y ampararse del frío, quitarse el hambre o defenderse frente al maltrato. Un cuerpo que se gasta y siente el peso del tiempo, la marea. Sabe que se tiene que ir, y para ello nada mejor que desvanecerse, borrarse, caer despacio, leve, sin molestar.
Es mi costumbre, la poesía la leo despacio, la releo y la vuelvo a releer. En cada lectura no encuentro un poema nuevo sino crecido, que va cobrando cuerpo y se acerca a ese acabado que siempre se nos negará. La Marea del Tiempo, así y a mi juicio, es una obra plena de madurez y serenidad, que quizá se ha topado con mi mejor estado de ánimo para percibirla, en el momento justo, en el tiempo justo, en el claro justo. Así lo creo, así lo siento.
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