Sigo recuperando entradas de mis antiguos blogs. Esta es del 18 de julio de 2012 y la publiqué en madamebovary. Habla Emma.
Estos días estoy leyendo Un traidor como los nuestros, de John Le Carré, traducido al español por Carlos Milla. Pero no quiero hacer reseña ni comentario de la novela sino de las conexiones puramente paranoicas que yo misma establezco en cuanto aparece en escena el MI6. Debo confesar que me fascina la narrativa de espionaje británico tanto en la visión de Ian Fleming con su atractivo y simpático James Bond como la más sofisticada de John Le Carré con sus personajes contradictorios e inquietantes, difuminados en la sociedad, sin desdeñar el cometido de ‘interpretador’ (más que ‘intérprete’ o ‘interpretante’, términos en distintas disciplinas) que Javier Marías asigna a Jacobo Deza en la trilogía Tu rostro mañana.
En la novela del autor británico aparece el barrio londinense de Bloomsbury, caracterizado por sus resonancias culturales, educativas y literarias: fue el de Virginia Woolf y su círculo. En ese barrio sitúa el autor una casa de “tres plantas, finales del siglo XVIII, fachada de típico ladrillo rojo londinense, sin voladizos, escalinata blanca…” en la que el MI6 monta una operación. Y en ese mismo barrio, según cuenta en un reportaje Lola Huete Machado, el filósofo Alain de Botton, con idea de proporcionar autoestima bajo la premisa de que “todos necesitamos ayuda, consuelo y dirección”, creó The School of Life. En esta escuela, amparándose en los clásicos, se imparten cursos de autoayuda y se publican manuales que nos enseñan a controlar las insatisfacciones que nuestro tiempo provoca.
Y ahí viene mi asociación paranoica ¿Pueden el MI5 y el MI6 tramar algo en estos menesteres? Mi alma literaria me lleva a confundir realidad y ficción; la fecunda imaginación de los autores mencionados opera el resto.
Y en estas reflexiones estaba, le digo a Héctor Buonatesta, mi psiquiatra, echada en el diván, cuando me llama mi amiga Sofía. ¿Has oído lo de los dependientes?, me pregunta. Le digo que no, que estaba en mi hora meditativa. Pues verás, oigo su respiración por el auricular, un señor de Valencia, paralítico e insensible del tórax hasta los pies teme que le quiten a su esposa, que es quien lo cuida, la ayuda de ¡Setenta euros!; la cotización a la Seguridad Social ya se la quitaron, con lo que se quedará sin pensión. Y hace unos días, prosigue, vi un reportaje en la TV que en no sé qué ciudad australiana hay un prostíbulo emocional carísimo: las chicas consuelan las penas del alma de los grandes ejecutivos; vamos, como un confesionario o un diván de psiquiatra con sexo incluido. Veo que el señor Buonatesta enarca las cejas, pero no le digo que se tranquilice, que no es mi tipo.
Después de decirme que lo mío no es irreparable, me cita para dentro de tres meses si antes no me da por colgarme de las lámparas. En la recepción me espera Myrtha con su carminizada sonrisa y el pelo a lo Ciscar. Con sonrisa de arpía me dice: Ciento cincuenta, como siempre. Saco la tarjeta de crédito, dándole alguno al ministro Montoro, y me dice: No querida, en metálico y sin factura. Como siempre, le digo con una sonrisa de áspid, cariñosamente.
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