Los días de descanso se acaban convirtiendo en jornadas de intenso trabajo y, si media el cambio de año, de propósito de limpieza y orden. Llenas la papelera y alguna bolsa de basura de papeles viejos o inservibles, cachivaches y prendas de vestir de las que te habías olvidado y ya no te sirven. Así, ajustas cuentas con lo hecho, los propósitos y los compromisos.
Carmen ríe con mi andar frenético y, cuando le hablo del proyecto de completar la trilogía de Nada quedó de abril, me dice que no me empeñe, que las historias ya están escritas, que cualquier añadido no haría otra cosa que redundar sobre lo contado y haría decaer a unos personajes que alcanzaron la plenitud. Me defiendo como gato panza arriba, propongo nuevos puntos de vista, pero reconozco que tiene razón.
Ocurre que, frente a las pretensiones ‘posrománticas’ de darle plena libertad a la escritura, el autor tropieza con una panoplia de convenciones y reglas no escritas, de imperiosa presencia, no ominosa por ello, que ponen límites a la pulsión de escribir y te ayudan a evitar hacerlo sin ton ni son, a merced del capricho de lo que llamaríamos corriente creativa: uno tiene que poner los límites y el momento del fin. Carmen tiene razón y yo me someto a su juicio, de modo que Nada quedó de abril se queda como está, completa en lo contado, lo insinuado y lo no dicho. Eso no impide incursiones en otros campos, muy trillados, como es la novela negra o policiaca, y por lo tanto sometidos a un sinfín de reglas conocidas y otras que uno va descubriendo, a las que hay que someterse o burlar con ironía y sentido del humor, como han hecho y hacen otros que van por delante. Y pregunto: ¿Se puede escribir sin atender a las reglas del género?
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